En el ámbito de las artes plásticas, el 2007 se va a recordar como un año excepcional. Se escucharon visiones que ponían énfasis en la perspectiva de las políticas culturales, se invocaron a los grandes popes del pensamiento académico, y un grupo representativo de artistas se pronunció en relación al nombramiento de la dirección del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV), para finalmente reunirse y discutir sobre la problemática desencadenada en el nuevo escenario. Se polemizó sobre las distintas tendencias del arte contemporáneo y se quebró la pereza intelectual que ha caracterizado durante décadas a nuestro ámbito cultural. Se encresparon las mesocráticas aguas de un país asordinado. Pero lo que en principio se ve como un hecho positivo, encierra dilemas que tienen que ver con expectativas defraudadas y con una realidad cultural enfrentada a desafíos conceptuales en la lucha constante por su supervivencia.
Gerardo Mantero
Uno de los hechos relevantes fue la polémica de alto voltaje académico que protagonizaron con rigurosidad el profesor Juan Fló y el director del Museo Blanes, el arquitecto Gabriel Peluffo. La polémica se desarrolló en un medio masivo de comunicación (el semanario Brecha, una bienvenida novedad); se discutió sobre la pertinencia de dicho debate y, consultados en aquella oportunidad los responsables de las páginas culturales de Brecha sobre la dimensión de la polémica, se nos respondió que la misma tuvo una repercusión asombrosa. Esto evidencia la necesidad de debatir sobre temas relacionados con la cultura, ya que es de un espacio inasible —en el cual se confrontan opiniones, se plantean teorías y se ensayan explicaciones— de donde emergen la reflexión y sus resultados.
Existen otras razones que explican la génesis de esta discusión. Así lo explicitaba Fló en unas de las primeras entregas: «En primer lugar, quiero insistir en mi principal supuesto: para tomar posición sobre el arte contemporáneo, es indispensable explicar cómo ocurre en unas pocas décadas una transformación tan dramática como la que han sufrido las artes visuales. En ellas lo visual queda subordinado a la interpretación hasta el punto de que hay casos en los cuales ver una obra no es necesario sino inoportuno, porque la representación de la misma es menos sugerente que su análisis conceptual. El carácter radical de ese cambio, que rompe con la entera historia de la humanidad, no solamente es sorprendente sino que además asombra que haya podido aceptarse con tan poco combate y esa apatía es evidente sobre todo en nuestro medio provinciano, como si se tratara de un fenómeno de la naturaleza». El puntapié inicial de esta y otras polémicas comenzó a partir de una nota titulada La edad de las preguntas —firmada por Tatiana Oroño—, donde se solicitaba a determinados actores culturales una opinión acerca del relevamiento de Ángel Kalenberg por Jacqueline Lacasa. Este nombramiento emergía como la punta de un iceberg y desnudaba la falta de una política definida en relación a la gestión museística, la carencia de transparencia en el tema de las designaciones (justificadas por la figura del cargo de confianza), y un cierto nivel de improvisación privilegiando la capacidad de gestión por sobre los contenidos.
Sin embargo, la polémica se canalizó hacia temas más sustanciales y menos coyunturales, como la existencia de un arte canónico y su relación con el sistema hegemónico mundial. Al respecto, Peluffo reflexionaba: «la teoría de canon como modelo único es inviable por la sencilla razón de que este modelo centralista no pudo sobrevivir históricamente, ya que resultó contradictorio con la lógica dispersora del sacrosanto sistema de mercado». Las posiciones encontradas de ambos teóricos suscitaron adhesiones, rechazos y réplicas. No deja de ser un espectáculo sorprendente que desde las artes plásticas emergieran miradas que hablaran del arte y su contexto histórico, cuando lo usual era no involucrarse en esas honduras por miedo a transgredir los límites de alguna chacra, ya sea por ignorancia, o porque es más rentable reproducir los modelos de los centros de poder.
Ya instalados en este círculo de interrelación arte-sociedad, se citaron sociólogos de gran prédica, como la recurrente mención de la directora del MNAV a la figura de Zygmunt Bauman. El aporte del sociólogo polaco ha sido analizar la interacción del mundo actual con la primera modernidad. «El poder de licuación —afirma en Modernidad líquida— se ha desplazado del sistema a la sociedad y de la política a las políticas de vida: ha descendido del macro nivel al micro nivel de la cohabitación social». A partir del paradigma de lo líquido, Bauman se dedica a analizar las relaciones laborales, familiares, pedagógicas, y hasta las relaciones amorosas en un mundo sin certezas, donde la incertidumbre y la perplejidad que nos plantea la realidad imponen una lógica forzada a flexibilizar las relaciones de toda índole. El sociólogo plantea una mirada crítica sobre el sistema y sus consecuencias en su libro Vida de consumo: «Hoy, los seres humanos, convertidos en consumidores, son a la vez, objetos en venta: luchan por cotizarse mejor, prolongar su fecha de vencimiento y seguir consumiendo». Cuando Lacasa plantea la idea de museo líquido, exige un museo que esté en consonancia con los desafíos de su época. El tiempo dirá cómo se ve reflejado el pensamiento de Bauman y en dónde se pone el acento.
Otra polémica que involucra a otro referente de la sociología fue motivada por un artículo de Inés Moreno en el periódico La Diaria, en el cual a partir de la Teoría de los Campos del sociólogo Pierre Bourdieu, Moreno extrapolaba la teoría a la realidad a propósito de la relación arte-poder. Allí denunciaba que un grupo de actores culturales uruguayos estaban acumulando y transfiriendo poder en beneficio propio. Bourdieu sostiene que todas las relaciones sociales están determinadas por un sistema de dominación y son manifestaciones de fuerza. García Canclini interpreta de esta manera el basamento del pensamiento de Bourdieu: «Una de las preguntas que se hace y que va dirigiendo todo su trabajo es cómo, a través de las estructuras simbólicas y estructuras ideológicas-culturales, las clases hegemónicas construyen la legitimidad de su poder. Y no solo construyen la legitimidad sino que, como él dice, eufemizan el poder, lo disimulan, difiriendo y desplazando a un lugar simbólico la explotación o la opresión económica». El estilo directo y jugado de Inés Moreno, señalando con nombre y apellido a cada uno de los actores, es una de las particularidades que nos dejó el año. Se puede estar de acuerdo o no con ella, pero no se puede negar que es una de las pocas excepciones en que la mirada crítica involucra una visión que trasciende el proceso de legitimación de artistas o del nuevo mercado de curadorías que tiene al Estado como principal proveedor (con todo lo que ello implica). Las respuestas no tardaron en llegar, y Pablo Thiago Rocca, en una nota que titula «Monsieur Bourdieu, descanse por favor», acusa a Moreno de manipular la teoría del francés «para salir de cacería» y luego pasa a explicar a partir de cuáles procedimientos ocupa —Thiago Rocca— un determinado lugar en el concierto de la plástica nacional.
Desde la crítica en general, poco o nada se dijo de la carta que más de cien artistas publicaron en los medios —sí tuvo mucha repercusión en otros estamentos de la prensa— en repudio de cómo se estaba tratando el tema de la designación de la nueva dirección en el MNAV, y a la falta, una vez más, de políticas culturales dirigidas a esa área. Además, un número importante de esos firmantes se reunieron semanalmente por más de seis meses para tratar las problemáticas que acuciaban a los artistas de una disciplina tan rica históricamente como huérfana de apoyo. Quien escribe estas líneas participó de dichos encuentros, que en principio tienen el gran mérito del esfuerzo hecho por individuos que, por las características solitarias de su hacer, no están entrenados en el ejercicio colectivo. A muchos de los que participamos nos dejó el recuerdo de valiosos aportes tanto en el acuerdo como en la discrepancia. En el transcurso de ese proceso se logró tener una entrevista con el ministro de Cultura, el ingeniero químico Jorge Brovetto, y se concretó la formación del sindicato Unión de Artistas Plásticos y Visuales. Y para terminar este rápido racconto de un año tan particular, sobre el fin del 2007 se realizó el Encuentro Regional del Arte, concebido por Gabriel Peluffo. Más allá de los resultados finales de este ambicioso encuentro, la ciudad se vio movilizada por la frenética actividad realizada en instituciones privadas, museos nacionales y municipales. Se intervinieron monumentos y aceras, participaron diez países y se sucedieron charlas, seminarios, talleres y mesas redondas.
Desencuentro progresista
La pregunta que se impone es: ¿qué fue lo que suscitó este clima de discusión y movilización? La primera aproximación que se puede hacer nos direcciona al terreno de la política. El advenimiento del primer gobierno del Frente Amplio (FA) y su tradicional relación con la cultura despertaban expectativas de todo tipo —algunas desmedidas y otras menos ambiciosas—, pero todas esperanzadoras de que de una vez por todas, la cultura ocuparía el lugar que le corresponde por su vital importancia y relevancia histórica. Pero rápidamente se dieron señales de que la cultura no sería privilegiada en la «agenda política» del gobierno. Al decir de García Canclini: «la cultura no solo representa la sociedad; también cumple, dentro de las necesidades de producción de sentido, la función de reelaborar las estructuras sociales e imaginar nuevas».
Los primeros síntomas de esta repetida situación de otorgarle a la cultura un lugar secundario, los mostró el gobierno cuando nombró al ingeniero Brovetto, encargado paralelamente de la presidencia del FA, como ministro de Educación y Cultura (MEC). Un ministerio que no solo tiene la responsabilidad de atender estos trascendentes temas, sino que además le corresponde administrar las fiscalías de todo el país, las bibliotecas, los museos, los derechos de autor, los derechos humanos, etcétera. Es indudable que se privilegió la ingeniería política que asegurara la gobernabilidad, mucho más cuando la composición del partido de gobierno contiene a distintas corrientes filosóficas y políticas (diversidad que es su seña de identidad y parte sustancial de su riqueza). Por tanto, esta lógica, si bien es entendible —cualquier gobierno tiene que administrar sus equilibrios internos—, se contradice con la intención de una fuerza política que desde su gestación se propuso un cambio sustantivo en la sociedad: tener la capacidad de no caer en la vieja dicotomía de contraponer las necesidades básicas (la panza llena) con la incidencia social de la cultura. Es el mismo gobierno que antes de su asunción supo contestar con hechos a las críticas que reclamaban mirar para adelante (la marcha de la economía) y no para atrás (en el tema de los derechos humanos). Dilemas de «falsa oposición», diría Vaz Ferreira, que están muy enraizados en nuestra sociedad.
Recientemente se cumplieron tres años del actual gobierno y ni la prensa ni las principales figuras del poder ejecutivo se refirieron a las políticas culturales. Sin embargo, Tabaré Vázquez fue el primer candidato en la historia que antes de asumir, se reunió con la gente de la cultura en el teatro El Galpón. En esa reunión se comunicó lo que sería el programa de gobierno referido a la cultura. Se habló de la preocupación por profundizar en la cultura como derecho de todos los ciudadanos; de la promoción de la diversidad cultural y la identidad nacional; de cumplir con los deberes de generar las condiciones para el trabajo artístico y de atender los niveles de ocupación y seguridad social de los hacedores culturales. También se hizo especial hincapié en el anuncio de lo que sería una gran Asamblea Nacional de la Cultura. Lo que en principio significó un hecho inobjetable, como el de instrumentar espacios de participación a través de esa asamblea, dejó lugar a la duda sobre el mecanismo utilizado para ocultar la falta de proyecto real. Las reuniones preparatorias en Montevideo demostraron que el temor era fundado.
Cuando se convocó a los artistas visuales de la capital del país a la Intendencia Municipal de Montevideo (IMM), el procedimiento elegido fue —ante una escasa y poco representativa concurrencia— darles la palabra a los asistentes sin plantear los grandes temas que afectaban al área ni comunicar las líneas del programa de gobierno. El tema de la representatividad en materia cultural se transforma en un hecho más complejo que en otros campos, por el peso de algunas personalidades que a su vez, pueden ser o no representativas en un escenario tradicionalmente fragmentado (u otras que sí responden a grupos y allí el Estado tiene que calibrar que esa influencia no conlleve un riesgo corporativo).
El MEC, preocupado por la necesidad de un nuevo diseño institucional, organizó el Seminario Institucional Cultural en el Uruguay. Asistieron figuras vinculadas a la administración cultural de México, Chile, Colombia y España. En todos estos países se había adoptado el formato del Consejo de la Cultura y las Artes; uno de los modelos que despertó mayor interés fue el chileno, instrumentado a partir de una compleja arquitectura que buscaba la representatividad y la independencia simultáneas. Agustín Squella (integrante de dicho consejo en Chile) explicaba el procedimiento que se utilizó para la selección de los agentes del mundo cultural: «son cinco personalidades del mundo de la cultura, representativas y no representativas de ese mundo, lo que es importante para despejar la cuestión del corporativismo. Si bien son designadas por el presidente de la República, lo son a propuesta de las organizaciones culturales del país, que a su vez no son cargos de confianza del presidente. En consecuencia, cuando se discute un tema importante en el directorio, no tienen que preguntarle al presidente de la República cómo han de votar; son enteramente independientes».
Más allá de que se puedan o no trasladar estos ejemplos, y de que en cualquier lugar del mundo —como fue expresado por el representante español— es dificultoso encontrar a figuras que estén a la altura de esta exigencia de ecuanimidad, sabiduría y honestidad que plantea el desafío, cualquier convocatoria que pretenda nuclear agentes culturales tiene que tener en cuenta estas y otras variables que aseguren la viabilidad del mismo. Justamente, para que no vuelva a pasar lo que decidió la IMM cuando envió a la Asamblea Nacional de la Cultura a representantes de los centros comunales, más algunos integrantes del Departamento de Cultura.
Se nos podrá decir que este intricado mapa de la situación es una realidad infranqueable y que nunca se podría llegar a concretar un espacio genuino de participación de los distintos actores. En principio, este encuentro requería de otro marco preparatorio y tal vez no se calibró el tiempo necesario para que existiera un conocimiento mutuo de los involucrados. Parte del problema radica en las instancias de una secuencia que debiera haberse iniciado en los partidos políticos con el asesoramiento de gente de reconocida idoneidad en el tema. En el caso de la izquierda y la cultura, los insumos sobraban: la mayoría de los productores, teóricos, instituciones y hasta empresas culturales son de filiación progresista, aunque muchos de estos alineamientos políticos no implican una militancia o adhesión a algunas de las fracciones del FA. La fuerza de izquierda optó finalmente por privilegiar a los actores que figuraban en las filas de algunos de sus sectores. Se dice que gobernar es administrar intereses contrapuestos, pero en este caso lo deseable sería compatibilizar entre los legítimos derechos de los que bancan las estructuras políticas con los aportes sustanciales de personalidades, colectivos, gremios e instituciones que —por su experiencia y riqueza intrínsecas— puedan aportar en la dirección de un cambio real. Si este proceso se hubiera cumplido, seguramente no se tendría que constatar el grueso error en el área artística que nos ocupa: ningún poder estatal puede incidir en la creación artística privilegiando a una tendencia, cualquiera ella sea.
El proyecto Plataforma, que se desarrolla en la sala San José del Ministerio de Cultura, es prueba de ello: la lectura de la programación deja constancia de una opción marcada hacia el llamado arte contemporáneo, tendencia que también se viene promoviendo desde hace un tiempo en las salas de la IMM. Las personas elegidas para administrar salas y proyectos son agentes representativos de dicha corriente (críticos, artistas, curadores) y sus nombres se reiteran tanto en el ámbito público como privado. Sin partitura a ejecutar, se les brinda espacios a actores que demuestran empuje y capacidad de gestión y luego se improvisa un discurso. En este caso —y según las declaraciones de jerarcas de la actual administración— es una política que incentiva la innovación, la experimentación y a los jóvenes a la luz de una discusión acerca de la definición de un arte actualizado o un arte perimido.
Es así que desde el Estado se recorre un camino incorrecto y tremendamente resbaladizo, pues si pensamos en la historia de una disciplina surcada por transformaciones drásticas, estas imposibilitan determinar lo nuevo en el arte (es bueno recordar aquella máxima: «no nuevo sino de nuevo»). Cualquier proceso de consolidación de un lenguaje contiene una búsqueda experimental y resulta en una nueva iconografía única por su singularidad intransferible. En ese tránsito poco importan los soportes o las formas elegidas por los artistas para su concreción. A esta altura conviene hacer una disquisición entre dos problemáticas que se relacionan pero que son de naturaleza distinta: un tema es el papel del Estado con respecto a la creación, y otro tema son las discusiones acerca de las tendencias o formas de interpretar el llamado arte contemporáneo. Trazar en materia de arte una línea recta que involucre a lo innovador con la edad de los creadores es por lo menos ignorar la lista interminable de grandes obras realizadas por artistas en edad madura (Figari empezó a pintar a los 54 años, Picasso tenía 64 años cuando creó el Guernica). Picasso opinaba al respecto: «Uno se hace joven a los sesenta años. Desgraciadamente es demasiado tarde». Si lo que se quiere es facilitarles a los jóvenes un merecido espacio, se pueden instrumentar procedimientos que no contengan confusiones conceptuales. Lo que no es nuevo es la falta de políticas culturales dirigidas hacia las artes plásticas, y en esto tiene incidencia otra variable perversa en relación a los cambios sustantivos presentes en la sociedad: la lógica electoral, sus costos y beneficios. Por un lado, en el ámbito de la cultura, la izquierda tiene una gran cantidad de votos cautivos, y por otro, las problemáticas culturales —salvo inauditas excepciones— no ocupan los primeros planos de la información. Partiendo de esa realidad, las disciplinas que tienen mayor capacidad de convocatoria sí son privilegiadas porque se puede obtener cierto retorno. El carnaval es un claro ejemplo. El apoyo oficial es desmedido cuando esta manifestación cultural cuenta desde el vamos con una gran adhesión popular (ganada en buena ley) y que, por lógica del mercado, tiene a muchas empresas que lo apoyan.
Las artes plásticas no generan ni costos ni beneficios. Siempre han sido, para el poder de turno, una flor en el ojal, una cita obligada en el inoperante ámbito de la diplomacia, y un espacio que deja librado a lo que puedan hacer los asesores que dirigen las salas del Estado sin preocuparse de que esta pieza calce en el engranaje. Lo nuevo hubiera sido instrumentar políticas que tengan claros valores y funciones, como los que contiene la Convención de la Diversidad Cultural (tratado firmado por Uruguay), que promueve la solidaridad, el respeto mutuo, la equidad y la accesibilidad a la información, a la memoria, al conocimiento y a la creatividad. La función que tiene que tener el Estado con respecto a la creación, es velar por su desarrollo, incentivar a los creadores instrumentando marcos referenciales, consiguiendo fondos tanto propios como en asociación con los privados. Por otro lado, es un acierto de esta administración la concreción de los Fondos Concursables y, con algunas salvedades, la Ley de Mecenazgo y Patrocinio. Es la misma actividad aceitada y potenciada que va dar sus frutos y que seguramente va a responder a la diversidad que ostenta este territorio, producto de las influencias de distintas culturas que incidieron en nuestra configuración de país abierto al mundo.
Es cierto que son cada vez más complejas las problemáticas que tienen que enfrentar los gobiernos con respecto a la cultura. La fragmentación social hizo trizas aquel escenario cultural hijo de una clase media y de una educación extendida. La globalización y sus consecuencias; la influencia que ejercen los países centrales en los de la periferia; el acceso a los bienes culturales; el cuidado del patrimonio; la economía de la cultura con sus especificidades y el rediseño que requieren las instituciones públicas como privadas, comenzando por la existencia de un Ministerio de Cultura (a secas) que lidere y administre estos desafíos. El futuro obliga, nos interpela a todos. También requiere, de parte de los hacedores culturales, otro compromiso: nos compete un porcentaje de la orfandad que históricamente han tenido las artes plásticas (el esperar sumisamente lo que otorgan las autoridades de turno o nuestra incapacidad endémica para instrumentar colectivos que a su vez dialoguen con el poder político). En definitiva, el «sálvese quien pueda» siempre incide en los resultados. Las políticas culturales tienen como destinatarios a la gente, no a los artistas e instituciones, pero estos siguen siendo un factor determinante. Sin creadores no hay cultura. Su participación en la instrumentación de las políticas las legitima y las efectiviza. Porque los productores de hechos culturales son parte de la gente, son generadores y destinatarios a la vez, y también cumplen la función de «reelaborar las estructuras sociales e imaginar otras nuevas».