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Notas

Reflexiones inconexas

La perplejidad que produce la realidad nos obliga a replantearnos desde dónde tiene que partir el necesario análisis. Son más las preguntas que las respuestas, en un escenario agridulce en el cual cuando se logran avances, estos conviven con situaciones incambiadas en el tiempo y por tanto agravadas por la inacción.
El arte como siempre remite a su tiempo, y los artistas y los intelectuales parecen desconcertados ante la avalancha tecnológica, los desafíos de interpretación de una realidad gelatinosa y gélida que los interpela sin las certezas del pasado. El acto de reflexionar es más que nunca necesario, ya sea como simple gesto de resistencia, o como un intento de construcción de parámetros que reubiquen al sujeto como el centro de acción, en un momento del mundo, al decir de Franco Berardi, «dominado por la patología».
Lo que sigue es un especie de collage de opiniones de pensadores, gestores y filósofos que, enfrentados a las problemáticas de hoy, ensayan y construyen pensamiento con el más loable de los propósitos: el de entender a sus semejantes.

Gerardo Mantero

El arte es la más fabulosa historia de la sensibilidad humana. Dicho de otra forma, se puede hacer una lectura de la historia de la humanidad desde la óptica del arte, que en muchos casos arroja una mirada exploradora sobre la condición humana, echando luz a episodios y etapas cruciales de la historia. Se editó recientemente, por Ediciones Banda Oriental, una novela titulada Setembrada, del escritor argentino Eduardo Belgrano Rawson. Esta se sitúa en la guerra que determinó el trágico destino de Paraguay: la guerra de la Triple Alianza. Al respecto del papel del arte decía su autor: «Creo que la narrativa te da una especie de poética instintiva para llegar a bordear terrenos con los que la historia no se encuentra fácilmente. Digamos que la poética recorre caminos que son mucho más elocuentes y demostrativos para saber del espíritu de lo que pasó, que seis tomos de un manual de historia».
Jacques Rancière es profesor emérito de Estética y Política de la Universidad de París VII, y a propósito de su especialidad reflexionaba: «No es posible pensar el arte por fuera de la política ni mucho menos eliminar del nivel político sus aspectos estéticos. Pero esto no quiere decir que una de las instancias se subordine a la otra. En el caso de la literatura, su emergencia como campo específico es indisociable de ciertas ideas políticas que no tienen por qué reflejarse mecánicamente en lo escrito».

Estos dos parámetros —la política y el arte— son las variables a considerar para interpretar los desafíos que plantea la contemporaneidad. Esta intrincada relación es la clave para entender un proceso histórico que desemboca en la realidad de un arte que tiene su validez en reflejar un escenario árido, un páramo donde impera la nada.
Toni Puig es especialista en gestión cultural y uno de los creadores de la nueva imagen de Barcelona. Analizando la crisis actual en su país decía: «Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo en los ochenta, se apostó al comercio de la cultura. Esto se acabó, es el fin del espectáculo, al menos con el dinero público. Yo le doy la bienvenida a la crisis porque obliga a replantear cosas: la abundancia en un viva el espectáculo, el artista más caro, etcétera. Hoy el Guggenheim, y todos los museos del espectáculo, atraviesan una crisis increíble porque no plantean preguntas ni trazan respuestas. Hay una generación de políticos y gestores culturales que apostaron a lo más: lo más grande, lo más novedoso; que están para el geriátrico». Puig luego arremete contra los artistas: «A los artistas les ha importado un carajo la crisis económica y las desigualdades sociales. Solo se hacen fotos en las catástrofes para darse corte, convirtiendo los derechos humanos en una farsa. Ojo, yo amo a los artistas, pero siento que ahora no plantean los temas que preocupan al mundo de hoy. No importa cómo, que lo hagan en abstracto, en realista, en metafísico, pero que lo hagan».
¿Y cuáles serían esos temas? ¿Cuál es el papel que tiene la labor intelectual en la actualidad? El de creador de lenguajes que necesariamente van a ser lecturas de una realidad que lo largan al ruedo tratando de patinar en un lodazar. Ya no existen los grandes relatos para recostarse en ellos ni para legitimar a la especulación intelectual.

Carlos Altamirano es un académico argentino que el año pasado publicó una treintena de ensayos. Estos integran el segundo tomo de Historia de los intelectuales en América Latina. Allí explica: «Las competencias intelectuales se han hecho también más especializadas y hoy difícilmente alguien pueda tomar la palabra y producir la credibilidad que le permita hablar de todo. La idea del intelectual total no tiene el crédito que tenía. El todólogo no es bien visto por los otros intelectuales. Lo que hoy se llama ‘intelectual público’ ya no se reclama como alguien que habla en nombre de un partido, que habla en nombre del pueblo o se instituye en la representación de la clase obrera. Simplemente no sería creído si tomara la palabra».
La gran influencia de los medios de comunicación y el vertiginoso proceso tecnológico derivan en nuevas formas de interacción como Facebook o Twitter, que son utilizadas para establecer relaciones a menudo superfluas, o también como herramientas de denuncia o de incitación a una revuelta popular como lo fue en Egipto y Túnez.
«La mass media modifica el medio. El intelectual es un hombre de la grafoesfera», señala Régis Debray. Cuando aparece la bioesfera, cambia el medio que ha sido por excelencia de producción y circulación. Toda la realidad tanto política como cultural está hoy mediatizada. Esto es parte de lo real y por tanto el intelectual se ve desafiado por esa esfera. En este sentido, el mundo de los medios de comunicación se ha convertido también en un mundo para el debate intelectual, aunque el tiempo del intelectual es más lento que el de los medios. Le preguntaron a Régis Debray si podía definir en dos minutos qué es la mediología. A ello respondió que no podía contestar en dos minutos lo que le llevó dos años pensar y elaborar: «Esta es la gran cuestión con la que se enfrenta hoy el intelectual: cómo escapar al cliché y a la simplificación de la réplica rápida que proponen los medios. No sé si vamos a poder seguir hablando del intelectual, en el sentido de la figura que procede más del siglo XIX y que prosigue en el XX. Tal vez el conjunto de conceptos del cual la noción de intelectual ha surgido cambie y posiblemente tendremos que llamarlo de otro modo».
Según Foucault, el intelectual de izquierda se considera a sí mismo la conciencia del mundo, integrante de una élite apoyada en cierta elevación moral autoatribuida, que en el escenario actual se transforma en un navegante sin rumbo, ya que las líneas del horizonte y las orillas donde llegar se mueven intermitentemente y nublan la visión. ¿Desde dónde se parte? ¿Desde la certeza debilitada, desde la contemplación narcisista, desde la idea de cierta restauración? Siguiendo con el pensamiento de los filósofos, Sandino Núñez dice: «Yo creo que cierto delirio mesiánico es imprescindible para crear una sociedad pacífica». Luego reflexiona sobre el papel de la política: «La política es aquello que tiene que bajar el poder de los dioses a los mortales. Discúlpeme la expresión, parezco un iluminado. Es decir, abajo, en la ciudad de los hombres, la vida del cuerpo social se llena cada vez más de reglas y esas reglas son cada vez más testeadas; son disciplinas, son rituales, son ceremonias: la ceremonia de la cuchillada en la puerta del estadio, la ceremonia de cargarse una mina, la de tener una página de Facebook, la de ser adicto, la fusión de los objetos maravillosos sin la menor distancia. Ese vértigo helado es la democracia de hoy, sin la menor capacidad de dramatizar lo que pasa; no hay ninguna llorona que se tire de los pelos. A diferencia de algo como una ley, que es lo que organiza ese bolonqui».
Se está creando una necesidad de reaprender a leer una realidad signada por la perplejidad que nos produce el «vértigo helado», traducido en la violencia dentro de una cancha de fútbol, en la influencia de los medios y en la incapacidad del gobierno y del resto de los partidos políticos de instrumentar un ley que coloque al Estado en su rol verdadero de administrador de las ondas de patrimonio universal. Es notoria la ausencia de proyectos en lo referido a educación y cultura en nuestro país, en un momento de prosperidad económica y con mayoría oficialista en las cámaras. En un reciente reportaje a Óscar Botinelli en el semanario Brecha, el politólogo expresó: «La educación es un tema clave, central para la izquierda, y la noticia de esta semana es que el Frente Amplio se va a poner a pensar qué hacer. La izquierda hace décadas se considera vocera del sistema educativo y pasó todo un período de gobierno discutiendo cómo se organiza la enseñanza y recién ahora se va a poner a ver qué hacer. Ese es un mensaje desilusionante para la gente. Porque una cosa es que no me salga lo que estoy haciendo, pero otra cosa es que todavía no sepa qué hacer».
Seguramente de este complejo entramado de problemáticas hay que extraer las claves para entender un escenario móvil que por momentos no muestra su cara sofisticada, y que paralelamente no puede ocultar una situación de descomposición.
Tal vez la génesis de lo sucedido en el Salón Nacional —más allá de los errores puntuales, tanto de forma como de gestión— tenga que ver con esta realidad que nos sacude y que nos puede hipnotizar dejándonos inmóviles ante la caja boba.

Círculos concéntricos

En el ámbito de las artes plásticas, el 2007 se va a recordar como un año excepcional. Se escucharon visiones que ponían énfasis en la perspectiva de las políticas culturales, se invocaron a los grandes popes del pensamiento académico, y un grupo representativo de artistas se pronunció en relación al nombramiento de la dirección del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV), para finalmente reunirse y discutir sobre la problemática desencadenada en el nuevo escenario. Se polemizó sobre las distintas tendencias del arte contemporáneo y se quebró la pereza intelectual que ha caracterizado durante décadas a nuestro ámbito cultural. Se encresparon las mesocráticas aguas de un país asordinado. Pero lo que en principio se ve como un hecho positivo, encierra dilemas que tienen que ver con expectativas defraudadas y con una realidad cultural enfrentada a desafíos conceptuales en la lucha constante por su supervivencia.

Gerardo Mantero

Uno de los hechos relevantes fue la polémica de alto voltaje académico que protagonizaron con rigurosidad el profesor Juan Fló y el director del Museo Blanes, el arquitecto Gabriel Peluffo. La polémica se desarrolló en un medio masivo de comunicación (el semanario Brecha, una bienvenida novedad); se discutió sobre la pertinencia de dicho debate y, consultados en aquella oportunidad los responsables de las páginas culturales de Brecha sobre la dimensión de la polémica, se nos respondió que la misma tuvo una repercusión asombrosa. Esto evidencia la necesidad de debatir sobre temas relacionados con la cultura, ya que es de un espacio inasible —en el cual se confrontan opiniones, se plantean teorías y se ensayan explicaciones— de donde emergen la reflexión y sus resultados.
Existen otras razones que explican la génesis de esta discusión. Así lo explicitaba Fló en unas de las primeras entregas: «En primer lugar, quiero insistir en mi principal supuesto: para tomar posición sobre el arte contemporáneo, es indispensable explicar cómo ocurre en unas pocas décadas una transformación tan dramática como la que han sufrido las artes visuales. En ellas lo visual queda subordinado a la interpretación hasta el punto de que hay casos en los cuales ver una obra no es necesario sino inoportuno, porque la representación de la misma es menos sugerente que su análisis conceptual. El carácter radical de ese cambio, que rompe con la entera historia de la humanidad, no solamente es sorprendente sino que además asombra que haya podido aceptarse con tan poco combate y esa apatía es evidente sobre todo en nuestro medio provinciano, como si se tratara de un fenómeno de la naturaleza». El puntapié inicial de esta y otras polémicas comenzó a partir de una nota titulada La edad de las preguntas —firmada por Tatiana Oroño—, donde se solicitaba a determinados actores culturales una opinión acerca del relevamiento de Ángel Kalenberg por Jacqueline Lacasa. Este nombramiento emergía como la punta de un iceberg y desnudaba la falta de una política definida en relación a la gestión museística, la carencia de transparencia en el tema de las designaciones (justificadas por la figura del cargo de confianza), y un cierto nivel de improvisación privilegiando la capacidad de gestión por sobre los contenidos.
Sin embargo, la polémica se canalizó hacia temas más sustanciales y menos coyunturales, como la existencia de un arte canónico y su relación con el sistema hegemónico mundial. Al respecto, Peluffo reflexionaba: «la teoría de canon como modelo único es inviable por la sencilla razón de que este modelo centralista no pudo sobrevivir históricamente, ya que resultó contradictorio con la lógica dispersora del sacrosanto sistema de mercado». Las posiciones encontradas de ambos teóricos suscitaron adhesiones, rechazos y réplicas. No deja de ser un espectáculo sorprendente que desde las artes plásticas emergieran miradas que hablaran del arte y su contexto histórico, cuando lo usual era no involucrarse en esas honduras por miedo a transgredir los límites de alguna chacra, ya sea por ignorancia, o porque es más rentable reproducir los modelos de los centros de poder.
Ya instalados en este círculo de interrelación arte-sociedad, se citaron sociólogos de gran prédica, como la recurrente mención de la directora del MNAV a la figura de Zygmunt Bauman. El aporte del sociólogo polaco ha sido analizar la interacción del mundo actual con la primera modernidad. «El poder de licuación —afirma en Modernidad líquida— se ha desplazado del sistema a la sociedad y de la política a las políticas de vida: ha descendido del macro nivel al micro nivel de la cohabitación social». A partir del paradigma de lo líquido, Bauman se dedica a analizar las relaciones laborales, familiares, pedagógicas, y hasta las relaciones amorosas en un mundo sin certezas, donde la incertidumbre y la perplejidad que nos plantea la realidad imponen una lógica forzada a flexibilizar las relaciones de toda índole. El sociólogo plantea una mirada crítica sobre el sistema y sus consecuencias en su libro Vida de consumo: «Hoy, los seres humanos, convertidos en consumidores, son a la vez, objetos en venta: luchan por cotizarse mejor, prolongar su fecha de vencimiento y seguir consumiendo». Cuando Lacasa plantea la idea de museo líquido, exige un museo que esté en consonancia con los desafíos de su época. El tiempo dirá cómo se ve reflejado el pensamiento de Bauman y en dónde se pone el acento.
Otra polémica que involucra a otro referente de la sociología fue motivada por un artículo de Inés Moreno en el periódico La Diaria, en el cual a partir de la Teoría de los Campos del sociólogo Pierre Bourdieu, Moreno extrapolaba la teoría a la realidad a propósito de la relación arte-poder. Allí denunciaba que un grupo de actores culturales uruguayos estaban acumulando y transfiriendo poder en beneficio propio. Bourdieu sostiene que todas las relaciones sociales están determinadas por un sistema de dominación y son manifestaciones de fuerza. García Canclini interpreta de esta manera el basamento del pensamiento de Bourdieu: «Una de las preguntas que se hace y que va dirigiendo todo su trabajo es cómo, a través de las estructuras simbólicas y estructuras ideológicas-culturales, las clases hegemónicas construyen la legitimidad de su poder. Y no solo construyen la legitimidad sino que, como él dice, eufemizan el poder, lo disimulan, difiriendo y desplazando a un lugar simbólico la explotación o la opresión económica». El estilo directo y jugado de Inés Moreno, señalando con nombre y apellido a cada uno de los actores, es una de las particularidades que nos dejó el año. Se puede estar de acuerdo o no con ella, pero no se puede negar que es una de las pocas excepciones en que la mirada crítica involucra una visión que trasciende el proceso de legitimación de artistas o del nuevo mercado de curadorías que tiene al Estado como principal proveedor (con todo lo que ello implica). Las respuestas no tardaron en llegar, y Pablo Thiago Rocca, en una nota que titula «Monsieur Bourdieu, descanse por favor», acusa a Moreno de manipular la teoría del francés «para salir de cacería» y luego pasa a explicar a partir de cuáles procedimientos ocupa —Thiago Rocca— un determinado lugar en el concierto de la plástica nacional.
Desde la crítica en general, poco o nada se dijo de la carta que más de cien artistas publicaron en los medios —sí tuvo mucha repercusión en otros estamentos de la prensa— en repudio de cómo se estaba tratando el tema de la designación de la nueva dirección en el MNAV, y a la falta, una vez más, de políticas culturales dirigidas a esa área. Además, un número importante de esos firmantes se reunieron semanalmente por más de seis meses para tratar las problemáticas que acuciaban a los artistas de una disciplina tan rica históricamente como huérfana de apoyo. Quien escribe estas líneas participó de dichos encuentros, que en principio tienen el gran mérito del esfuerzo hecho por individuos que, por las características solitarias de su hacer, no están entrenados en el ejercicio colectivo. A muchos de los que participamos nos dejó el recuerdo de valiosos aportes tanto en el acuerdo como en la discrepancia. En el transcurso de ese proceso se logró tener una entrevista con el ministro de Cultura, el ingeniero químico Jorge Brovetto, y se concretó la formación del sindicato Unión de Artistas Plásticos y Visuales. Y para terminar este rápido racconto de un año tan particular, sobre el fin del 2007 se realizó el Encuentro Regional del Arte, concebido por Gabriel Peluffo. Más allá de los resultados finales de este ambicioso encuentro, la ciudad se vio movilizada por la frenética actividad realizada en instituciones privadas, museos nacionales y municipales. Se intervinieron monumentos y aceras, participaron diez países y se sucedieron charlas, seminarios, talleres y mesas redondas.

Desencuentro progresista

La pregunta que se impone es: ¿qué fue lo que suscitó este clima de discusión y movilización? La primera aproximación que se puede hacer nos direcciona al terreno de la política. El advenimiento del primer gobierno del Frente Amplio (FA) y su tradicional relación con la cultura despertaban expectativas de todo tipo —algunas desmedidas y otras menos ambiciosas—, pero todas esperanzadoras de que de una vez por todas, la cultura ocuparía el lugar que le corresponde por su vital importancia y relevancia histórica. Pero rápidamente se dieron señales de que la cultura no sería privilegiada en la «agenda política» del gobierno. Al decir de García Canclini: «la cultura no solo representa la sociedad; también cumple, dentro de las necesidades de producción de sentido, la función de reelaborar las estructuras sociales e imaginar nuevas».
Los primeros síntomas de esta repetida situación de otorgarle a la cultura un lugar secundario, los mostró el gobierno cuando nombró al ingeniero Brovetto, encargado paralelamente de la presidencia del FA, como ministro de Educación y Cultura (MEC). Un ministerio que no solo tiene la responsabilidad de atender estos trascendentes temas, sino que además le corresponde administrar las fiscalías de todo el país, las bibliotecas, los museos, los derechos de autor, los derechos humanos, etcétera. Es indudable que se privilegió la ingeniería política que asegurara la gobernabilidad, mucho más cuando la composición del partido de gobierno contiene a distintas corrientes filosóficas y políticas (diversidad que es su seña de identidad y parte sustancial de su riqueza). Por tanto, esta lógica, si bien es entendible —cualquier gobierno tiene que administrar sus equilibrios internos—, se contradice con la intención de una fuerza política que desde su gestación se propuso un cambio sustantivo en la sociedad: tener la capacidad de no caer en la vieja dicotomía de contraponer las necesidades básicas (la panza llena) con la incidencia social de la cultura. Es el mismo gobierno que antes de su asunción supo contestar con hechos a las críticas que reclamaban mirar para adelante (la marcha de la economía) y no para atrás (en el tema de los derechos humanos). Dilemas de «falsa oposición», diría Vaz Ferreira, que están muy enraizados en nuestra sociedad.
Recientemente se cumplieron tres años del actual gobierno y ni la prensa ni las principales figuras del poder ejecutivo se refirieron a las políticas culturales. Sin embargo, Tabaré Vázquez fue el primer candidato en la historia que antes de asumir, se reunió con la gente de la cultura en el teatro El Galpón. En esa reunión se comunicó lo que sería el programa de gobierno referido a la cultura. Se habló de la preocupación por profundizar en la cultura como derecho de todos los ciudadanos; de la promoción de la diversidad cultural y la identidad nacional; de cumplir con los deberes de generar las condiciones para el trabajo artístico y de atender los niveles de ocupación y seguridad social de los hacedores culturales. También se hizo especial hincapié en el anuncio de lo que sería una gran Asamblea Nacional de la Cultura. Lo que en principio significó un hecho inobjetable, como el de instrumentar espacios de participación a través de esa asamblea, dejó lugar a la duda sobre el mecanismo utilizado para ocultar la falta de proyecto real. Las reuniones preparatorias en Montevideo demostraron que el temor era fundado.
Cuando se convocó a los artistas visuales de la capital del país a la Intendencia Municipal de Montevideo (IMM), el procedimiento elegido fue —ante una escasa y poco representativa concurrencia— darles la palabra a los asistentes sin plantear los grandes temas que afectaban al área ni comunicar las líneas del programa de gobierno. El tema de la representatividad en materia cultural se transforma en un hecho más complejo que en otros campos, por el peso de algunas personalidades que a su vez, pueden ser o no representativas en un escenario tradicionalmente fragmentado (u otras que sí responden a grupos y allí el Estado tiene que calibrar que esa influencia no conlleve un riesgo corporativo).
El MEC, preocupado por la necesidad de un nuevo diseño institucional, organizó el Seminario Institucional Cultural en el Uruguay. Asistieron figuras vinculadas a la administración cultural de México, Chile, Colombia y España. En todos estos países se había adoptado el formato del Consejo de la Cultura y las Artes; uno de los modelos que despertó mayor interés fue el chileno, instrumentado a partir de una compleja arquitectura que buscaba la representatividad y la independencia simultáneas. Agustín Squella (integrante de dicho consejo en Chile) explicaba el procedimiento que se utilizó para la selección de los agentes del mundo cultural: «son cinco personalidades del mundo de la cultura, representativas y no representativas de ese mundo, lo que es importante para despejar la cuestión del corporativismo. Si bien son designadas por el presidente de la República, lo son a propuesta de las organizaciones culturales del país, que a su vez no son cargos de confianza del presidente. En consecuencia, cuando se discute un tema importante en el directorio, no tienen que preguntarle al presidente de la República cómo han de votar; son enteramente independientes».
Más allá de que se puedan o no trasladar estos ejemplos, y de que en cualquier lugar del mundo —como fue expresado por el representante español— es dificultoso encontrar a figuras que estén a la altura de esta exigencia de ecuanimidad, sabiduría y honestidad que plantea el desafío, cualquier convocatoria que pretenda nuclear agentes culturales tiene que tener en cuenta estas y otras variables que aseguren la viabilidad del mismo. Justamente, para que no vuelva a pasar lo que decidió la IMM cuando envió a la Asamblea Nacional de la Cultura a representantes de los centros comunales, más algunos integrantes del Departamento de Cultura.
Se nos podrá decir que este intricado mapa de la situación es una realidad infranqueable y que nunca se podría llegar a concretar un espacio genuino de participación de los distintos actores. En principio, este encuentro requería de otro marco preparatorio y tal vez no se calibró el tiempo necesario para que existiera un conocimiento mutuo de los involucrados. Parte del problema radica en las instancias de una secuencia que debiera haberse iniciado en los partidos políticos con el asesoramiento de gente de reconocida idoneidad en el tema. En el caso de la izquierda y la cultura, los insumos sobraban: la mayoría de los productores, teóricos, instituciones y hasta empresas culturales son de filiación progresista, aunque muchos de estos alineamientos políticos no implican una militancia o adhesión a algunas de las fracciones del FA. La fuerza de izquierda optó finalmente por privilegiar a los actores que figuraban en las filas de algunos de sus sectores. Se dice que gobernar es administrar intereses contrapuestos, pero en este caso lo deseable sería compatibilizar entre los legítimos derechos de los que bancan las estructuras políticas con los aportes sustanciales de personalidades, colectivos, gremios e instituciones que —por su experiencia y riqueza intrínsecas— puedan aportar en la dirección de un cambio real. Si este proceso se hubiera cumplido, seguramente no se tendría que constatar el grueso error en el área artística que nos ocupa: ningún poder estatal puede incidir en la creación artística privilegiando a una tendencia, cualquiera ella sea.
El proyecto Plataforma, que se desarrolla en la sala San José del Ministerio de Cultura, es prueba de ello: la lectura de la programación deja constancia de una opción marcada hacia el llamado arte contemporáneo, tendencia que también se viene promoviendo desde hace un tiempo en las salas de la IMM. Las personas elegidas para administrar salas y proyectos son agentes representativos de dicha corriente (críticos, artistas, curadores) y sus nombres se reiteran tanto en el ámbito público como privado. Sin partitura a ejecutar, se les brinda espacios a actores que demuestran empuje y capacidad de gestión y luego se improvisa un discurso. En este caso —y según las declaraciones de jerarcas de la actual administración— es una política que incentiva la innovación, la experimentación y a los jóvenes a la luz de una discusión acerca de la definición de un arte actualizado o un arte perimido.
Es así que desde el Estado se recorre un camino incorrecto y tremendamente resbaladizo, pues si pensamos en la historia de una disciplina surcada por transformaciones drásticas, estas imposibilitan determinar lo nuevo en el arte (es bueno recordar aquella máxima: «no nuevo sino de nuevo»). Cualquier proceso de consolidación de un lenguaje contiene una búsqueda experimental y resulta en una nueva iconografía única por su singularidad intransferible. En ese tránsito poco importan los soportes o las formas elegidas por los artistas para su concreción. A esta altura conviene hacer una disquisición entre dos problemáticas que se relacionan pero que son de naturaleza distinta: un tema es el papel del Estado con respecto a la creación, y otro tema son las discusiones acerca de las tendencias o formas de interpretar el llamado arte contemporáneo. Trazar en materia de arte una línea recta que involucre a lo innovador con la edad de los creadores es por lo menos ignorar la lista interminable de grandes obras realizadas por artistas en edad madura (Figari empezó a pintar a los 54 años, Picasso tenía 64 años cuando creó el Guernica). Picasso opinaba al respecto: «Uno se hace joven a los sesenta años. Desgraciadamente es demasiado tarde». Si lo que se quiere es facilitarles a los jóvenes un merecido espacio, se pueden instrumentar procedimientos que no contengan confusiones conceptuales. Lo que no es nuevo es la falta de políticas culturales dirigidas hacia las artes plásticas, y en esto tiene incidencia otra variable perversa en relación a los cambios sustantivos presentes en la sociedad: la lógica electoral, sus costos y beneficios. Por un lado, en el ámbito de la cultura, la izquierda tiene una gran cantidad de votos cautivos, y por otro, las problemáticas culturales —salvo inauditas excepciones— no ocupan los primeros planos de la información. Partiendo de esa realidad, las disciplinas que tienen mayor capacidad de convocatoria sí son privilegiadas porque se puede obtener cierto retorno. El carnaval es un claro ejemplo. El apoyo oficial es desmedido cuando esta manifestación cultural cuenta desde el vamos con una gran adhesión popular (ganada en buena ley) y que, por lógica del mercado, tiene a muchas empresas que lo apoyan.
Las artes plásticas no generan ni costos ni beneficios. Siempre han sido, para el poder de turno, una flor en el ojal, una cita obligada en el inoperante ámbito de la diplomacia, y un espacio que deja librado a lo que puedan hacer los asesores que dirigen las salas del Estado sin preocuparse de que esta pieza calce en el engranaje. Lo nuevo hubiera sido instrumentar políticas que tengan claros valores y funciones, como los que contiene la Convención de la Diversidad Cultural (tratado firmado por Uruguay), que promueve la solidaridad, el respeto mutuo, la equidad y la accesibilidad a la información, a la memoria, al conocimiento y a la creatividad. La función que tiene que tener el Estado con respecto a la creación, es velar por su desarrollo, incentivar a los creadores instrumentando marcos referenciales, consiguiendo fondos tanto propios como en asociación con los privados. Por otro lado, es un acierto de esta administración la concreción de los Fondos Concursables y, con algunas salvedades, la Ley de Mecenazgo y Patrocinio. Es la misma actividad aceitada y potenciada que va dar sus frutos y que seguramente va a responder a la diversidad que ostenta este territorio, producto de las influencias de distintas culturas que incidieron en nuestra configuración de país abierto al mundo.
Es cierto que son cada vez más complejas las problemáticas que tienen que enfrentar los gobiernos con respecto a la cultura. La fragmentación social hizo trizas aquel escenario cultural hijo de una clase media y de una educación extendida. La globalización y sus consecuencias; la influencia que ejercen los países centrales en los de la periferia; el acceso a los bienes culturales; el cuidado del patrimonio; la economía de la cultura con sus especificidades y el rediseño que requieren las instituciones públicas como privadas, comenzando por la existencia de un Ministerio de Cultura (a secas) que lidere y administre estos desafíos. El futuro obliga, nos interpela a todos. También requiere, de parte de los hacedores culturales, otro compromiso: nos compete un porcentaje de la orfandad que históricamente han tenido las artes plásticas (el esperar sumisamente lo que otorgan las autoridades de turno o nuestra incapacidad endémica para instrumentar colectivos que a su vez dialoguen con el poder político). En definitiva, el «sálvese quien pueda» siempre incide en los resultados. Las políticas culturales tienen como destinatarios a la gente, no a los artistas e instituciones, pero estos siguen siendo un factor determinante. Sin creadores no hay cultura. Su participación en la instrumentación de las políticas las legitima y las efectiviza. Porque los productores de hechos culturales son parte de la gente, son generadores y destinatarios a la vez, y también cumplen la función de «reelaborar las estructuras sociales e imaginar otras nuevas».

Donde se discute lo esencial

Arte y sociedad///

/// Desde la fóvea

 

La política es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos

Dónde y cuándo se discute lo esencial

La necesaria interpretación de los cambios que se producen vertiginosamente a nivel planetario, más los desafíos de un país que, si bien mejora algunos indicadores (empleo, disminución de la pobreza), no logra superar las patologías sociales emergentes de la ruptura social, requieren la creación de un nuevo escenario que supere el divorcio existente entre el pensamiento y la praxis política. Es imperioso pasar de los planes de emergencia, a instancias donde se persiga el objetivo de crear un proyecto de país, dándoles a la educación y la cultura la centralidad necesaria, que permita superar la “ghuetización” territorial y espiritual.


Gerardo Mantero

La civilización occidental está viviendo una crisis de sentido, que agudiza la búsqueda de nuevos significados y evapora la idea de que el futuro va a ser mejor. Existen dos factores que pautan el estado de situación del presente: el vértigo que imprime la innovación tecnológica y la ruptura con el pasado. Las sociedades se “futurizan”; la gente compra a crédito su futuro, teniendo como única certeza que lo que hoy tiene vigencia y utilidad, inexorablemente va ser obsoleto en muy poco tiempo. El filósofo esloveno Slavoj Žižek* se refiere al tema: “Para caracterizar nuestra situación, económica y política, ideológica y espiritual, no puedo dejar de recordar una historia probablemente apócrifa. Se trata de un intercambio de telegramas entre los Estados alemán y austriaco durante la Gran Guerra. Los alemanes habían enviado un telegrama a los austriacos diciéndoles: «Aquí la situación en el frente es seria pero no catastrófica», y los austriacos respondieron: «Aquí la situación es catastrófica pero no seria». Y eso es lo catastrófico: no podemos pagar las deudas pero, en cierta forma, no lo tomamos en serio. Y además de ese muro de deudas, la época actual se acerca a una suerte de «grado cero». En primer lugar, la enorme crisis ecológica nos impone no continuar en esta vía político-económica. Segundo, el capitalismo, como sucede en China, ya no está naturalmente asociado a la democracia parlamentaria. Tercero, la revolución biogenética nos impone inventar otra biopolítica. En cuanto a las divisiones sociales mundiales, crean las condiciones de explotación y alzamientos populares sin precedentes. La idea de colectivo también se ve afectada por la crisis”.

Este escenario de extrema complejidad plantea la dicotomía que implica crear pensamiento a partir de coordenadas inciertas e inasibles por momentos, y la necesidad vital de repensar las sociedades para adueñarse, en cierta forma, de ese futuro de ciencia ficción que las puede arrastrar caprichosamente, para dejarlas en el lugar exacto al cual no querían llegar.

 

La vida en guetos

Nuestro país sufrió un proceso de deterioro social que tiene como máxima expresión dos períodos recientes: la década de los noventa y la crisis de 2001. En un Uruguay con serios problemas en su constitución poblacional, se consolidaron cuatro fenómenos paralelos que han erosionado definitivamente el entramado social: los cambios en el mercado de trabajo, en la constitución de la familia, en la educación y sus consecuencias en la relación de convivencia ciudadana. El cambio en la estructura productiva determinó la pérdida de 90.000 puestos fabriles y la ruptura con la cultura obrera. (Estos trabajadores migraron en el mercado en condiciones de alta fragilidad y precarización del trabajo). Y también modificó el mapa de las ciudades, teniendo su máxima expresión en Montevideo. El sociólogo Gustavo Leal así lo explica: “… se generó un proceso de ocupaciones de tierra promovidas por las organizaciones sociales de izquierda, que a la larga se convirtió en un boomerang para la integración social. Sobre la utopía de generar focos de poder en base a la ocupación de tierras, se abrió la ciudad hacia frentes que estaban desprovistos de servicios y lo que se generó fue una multiplicación de ghettos”.

La fiesta neoliberal tuvo su máxima expresión en el gobierno de Menem –cuando se acuñó la frase “pizza con champagne”–, con el auspicio del Fondo Monetario Internacional (y tuvo su versión “a la uruguaya” fundamentalmente en los gobiernos de Lacalle y Batlle). Por otro lado, las dificultades de interpretación del proceso que determinó la caída del muro de Berlín, por parte de la izquierda, ejemplifican una de las problemáticas a la hora de crear pensamiento. Lo que además tiene que ver con las ópticas dogmáticas, que estrechan la mirada y no se ajustan a definiciones certeras que actúen sobre la realidad.

Es imprescindible crear un nuevo pacto, con reglas claras, entre los responsables de generar pensamiento (la academia, los intelectuales, los trabajadores) y las desgastadas estructuras de los partidos políticos, regidas por lógicas electorales y acostumbradas a apagar incendios. Tal vez así se pueda enfrentar la compleja encrucijada de un país que, según el sociólogo Leal, está partido en tres: el Uruguay excluido (el que rompió con el pacto de convivencia), el Uruguay vulnerable (sectores medios) y el Uruguay de elite (que ya no comparte los espacios comunes, creando un corredor Montevideo-Punta del Este y el exterior). Y quizá también se pueda transformar el clima reinante que, tanto por los cambios planetarios como por la realidad circundante, redunda en una guetización cultural donde conviven, sin escucharse, los partidarios del “sálvese quien pueda”, los que pretenden reinstaurar la vieja armonía social, y los excluidos, que crean códigos de supervivencia.

En el plano cultural, concretamente, esto se traduce en cambios de la matriz, a partir de la incidencia de varios factores. En un reciente trabajo de investigación del consumo cultural en el Uruguay de hoy día, realizado por Rosario Radakovich*, se explicaba la incidencia de estos nuevos condicionamientos: “… dado que la matriz social se ha empobrecido y ha aumentado la fragmentación social, se postula que la cultura se transforma en uno de los intensos mecanismos locales de diferenciación y distinción social del período. En este sentido, los hábitos de clase siguen siendo relevantes para explicar los espacios sociales del gusto y las rutinas culturales, mostrando que la cultura es un factor no solo de equidad e integración sino también de desigualdad y exclusión”.

 

Educación, educación, educación

Paradójicamente, las condicionantes del comercio mundial y el buen manejo de la economía de los gobiernos de izquierda no pueden derribar la sensación de que se está en un estado permanente de emergencia. La emergencia más reciente es la referida a la educación. La interrogante estriba en cuándo y dónde se debe discutir lo esencial sobre los temas cruciales, discusión que redunde en un proyecto de país más allá de los eslóganes –“país natural”, “país productivo”, “país sustentable”–, y se eviten las contradicciones que se producen entre los diferentes enfoques cuando no reposan sobre un plan maestro. (La minería a cielo abierto; el puente sobre la laguna Garzón; el crecimiento horizontal de la ciudad, que barre con todo sin importar la riqueza patrimonial; etcétera, etcétera).

El reciente conflicto en la educación refleja claramente estas carencias, ante la arremetida de la directora del Liceo Bauzá (sin que se dijera nada nuevo) y los desbarajustes que generó el proyecto “Pro Mejora”. En ningún caso se escuchó decir, a las autoridades de la educación, cuáles son los conceptos que rigen las políticas referidas a la educación y la cultura. Tímidamente, se bordearon algunas de las problemáticas centrales: si educación para el mercado o educación para formar ciudadanos; o el señalamiento, como un factor negativo, de la creciente preponderancia de las estructuras corporativas. Que la realidad es compleja y contradictoria es ya sabido, pero ¿dónde están los técnicos en educación? El presidente, cuando en el acto inaugural de su gobierno proclamó “educación, educación, educación”, ¿tenía un proyecto estructurado?

Hay que dar a los educandos las herramientas actuales para que logren su futuro en el mercado de trabajo, pero también hay que cuidar la calidad de la democracia. El tema de la educación es motivo de discusión en el mundo. La educadora Martha C. Nussbaum* reflexiona al respecto: “Se están produciendo cambios drásticos en aquello que las sociedades democráticas enseñan a los jóvenes, pero se trata de cambios que aún no se sometieron a un análisis profundo. Sedientos de dinero, los estados nacionales y sus sistemas de educación están descartando sin advertirlo ciertas aptitudes que son necesarias para mantener viva a la democracia. Si esta tendencia se prolonga, las naciones de todo el mundo en breve producirán generaciones enteras de máquinas utilitarias, en lugar de ciudadanos cabales capacitados de pensar por sí mismos, poseer una mirada crítica sobre las tradiciones y comprender la importancia de los logros y los sufrimientos ajenos. El futuro de la democracia a escala mundial pende de un hilo”.

El reciente acuerdo interpartidario referido a la educación significa una buena señal, por el involucramiento de todos en el tema de mayor relevancia que tiene el país; pero no va a cambiar sustantivamente la realidad, por las limitaciones naturales implícitas en este tipo de acuerdos, y porque el espectro político actual no demuestra estar apto para resolver esa clase de desafíos.

 

No todo está perdido

La ciudad de Medellín era de los lugares de mayor conflictividad en Colombia, por la acción del narcotráfico y sus nefastas consecuencias (más de 30 muertes por día, droga, jóvenes sicarios, corrupción).

En ese marco, desde la Alcaldía de Medellín se creó un proceso de transformación de esta cruenta realidad, liderado por quien se desempeñó como secretario de Cultura Ciudadana de la Alcadía de Medellín, en dos períodos (octubre de 2005 a agosto de 2007), Jorge Melguizo*. Este comunicador y gestor cultural fue el responsable en primera instancia de imponer un discurso épico, que tenía a la cultura como el factor determinante a la hora de reconstruir una sociedad fragmentada. Para ello se crearon infraestructuras culturales de primer nivel en los barrios periféricos de la ciudad; él las llamó “trampas culturales”, porque actúan como espacios de contención y aprendizaje para una población vulnerable, en su mayoría constituida por jóvenes ociosos que eran atrapados por la acción del narcotráfico.

El año pasado Melguizo fue invitado, por las Direcciones de Cultura de las Comuna Canaria y de Montevideo y por la Facultad de la Cultura del Claeh, a dar un ciclo de conferencias. Allí contó cómo se instrumentó este cambio, que le valió el apodo de “pacificador de Medellín”. El primer impacto que se tiene es el de estar ante un auténtico líder carismático, con bagaje intelectual y con una gran capacidad de seducción, que maneja una serie de conceptos claros, que son el basamento de su accionar. “La política es muy importante para dejarla en manos de los políticos”, por ejemplo. Pero también explicaba que, cuando se construyen espacios de convivencia social, como las plazas comunitarias, estas “son muy importantes para dejarlas en manos de los arquitectos”. Culminó con un tema álgido en nuestro país: “el Estado es demasiado importante para dejarlo en manos de los funcionarios”. Desde su gestión, se convenció a sus congéneres de que la cultura es sinónimo de desarrollo y de cambio social, y se concretó la construcción de espacios de convivencia (bibliotecas, salas de exposiciones, equipamiento informático de alto nivel) que, a su vez, son el resultado de procesos de participación de todos los estamentos de la sociedad.

Más allá de las dificultades que implica la extrapolación de modelos, lo que deja la visita de Melguizo es la convicción de que la inversión en cultura, cuando es acompañada con capacidad de liderazgo, planificación y eficiencia en la gestión, es ineludiblemente el camino a recorrer si se quiere transformar la sociedad.

Las sociedades también compran su futuro a crédito, en la toma de decisiones y en la capacidad de repensarse, ante una realidad planetaria intrincadamente compleja.

 

*Slavoj Žižek (Liubliana, 21 de marzo de 1949). Filósofo natural de Eslovenia. Su obra integra el pensamiento de Jacques Lacan con el marxismo.

*Martha Nussbaum (Nueva York, 6 de mayo de 1947). Filósofa estadounidense. Sus trabajos se centran en la filosofía antigua, la filosofía política, la filosofía del derecho y la ética.

*Jorge Melguizo (Medellín, 14 de marzo de 1962). Comunicador social, gestor cultural, se desempeñó como secretario de Cultura y Ciudadanía de la ciudad de Medellín, en dos períodos.

*Rosario Radakovich. Licenciada en Sociología desde el año 1998, Diploma de Postgrado en Estudios Internacionales e Integración Regional (Facultad de Ciencias Sociales, UDELAR, 1999-2000). Recientemente editó un trabajo de investigación en el área de la cultura, Retrato cultural, Montevideo entre cumbias, tambores y ópera.

¿Se puede hacer una obra que no sea una obra de arte?

Marcel Duchamp y después

La Fundación Proa de Buenos Aires, realizó durante el pasado noviembre de 2008 el Coloquio Internacional Marcel Duchamp. El hecho ofició de marco para la ampliación del edificio ubicado en la rivera del barrio La Boca; una flamante locación que evoca la tensión entre tradición y modernidad, y contempla los parámetros arquitectónicos previstos para los templos del arte contemporáneo. Amplias y asépticas áreas funcionales al servicio de una ciudad que no deja de deslumbrar por sus contrastes. Estas divergencias se pueden advertir desde las terrazas del complejo, que dan hacia el riachuelo donde luce todo el folclorismo del popular barrio porteño; un espacio multicolor y paseo turístico con toques kitsch. Dialéctica visual de una urbe donde convive la sofisticación del primer mundo con las secuelas sociales de una historia política cruenta. Inequívocamente estamos en Latinoamérica, perspectiva periférica para redimensionar una obra clave como la de Marcel Duchamp, por su carácter transgresor y por las consecuencias que de ella derivaron. Entre otras, cabe señalar la de fundar un camino sobre el cual fue mutando la exigencia de la manualidad por la de un arte del pensamiento. El suceso de la presentación del mingitorio en el salón de París (1917) fue responsabilidad de uno de los hombres más inteligentes que dio el arte del siglo XX; un período marcado por rupturas que respondían a un momento específico de la especie humana: el mundo se sacudía como una coctelera a punto de explotar.

El legado de una obra que se proyecta desde el pasado y que es motivo para interrogarnos sobre la contemporaneidad, revela un correlato de manifestaciones que —respondiendo a las tensiones del momento— se transforman en sucesos hereditarios, como el caso de Damien Hirst; creador de una nueva fórmula: artista/operador del mercado.
Gerardo Mantero
En la sala principal del remozado edificio bonaerense se montó una muestra curada por la historiadora de arte Elena Filipovic —estadounidense de origen belga— que reúne ciento veintitrés piezas de Duchamp: obras sobre papel, objetos, fotografías, proyecciones y documentos. Entre ellas se destaca la reproducción El gran vidrio, perteneciente al Moderna Museet de Estocolmo. También se incluyeron obras de colecciones privadas, del Philadelphia Museum of Art y del patrimonio de la sucesión Duchamp en Francia. La exposición tenía como eje central un coloquio que contó con la presencia de destacados teóricos, artistas y curadores, provenientes en su mayoría de universidades y museos de Estados Unidos y Europa. El título elegido para dicho encuentro fue tomado de una interrogante que se planteó Duchamp: «¿Puede uno hacer una obra que no sea una obra de arte?», cuestionamiento cardinal de un artista que caminó sobre la cornisa hasta apropiarse del abismo que significa darle estatus de obra artística a un mingitorio.
Existen múltiples factores para comenzar a desentrañar su peripecia creadora, una de las bisagras de la historia del arte. Para comenzar, es imposible soslayar lo crucial de la época que le tocó vivir y el contexto privilegiado que le permitió ser un culto e irónico contemplador de su tiempo.
El artista francés nació el 28 de julio de 1887 en Blainville-Crevon, un pequeño pueblo al nordeste de Ruan, en el seno de una familia acomodada que cultivaba el gusto por las artes y el ajedrez, juego que Duchamp practicó a lo largo de toda su vida y que incidió en su obra. Su madre seguramente heredó de su padre, armador de barcos, su afición por la pintura y el grabado. Su marido, un notario de éxito, llegó a ser alcalde de Blainville-Crevon. En este escenario parece natural que algunos de los integrantes de la familia se dedicaran al arte y que contaran con el beneplácito y apoyo familiar. A tal punto que, cuando los hermanos de Marcel dejaron las carreras de medicina y abogacía —Gastón se dedicó a la pintura y adoptó el nombre Jacques Villon, Raymond optó por la escultura y cambió su nombre por el de Duchamp-Villon— para consagrarse al arte, su padre les anticipó parte de su herencia familiar. Esa misma actitud asumió cuando Marcel, en el otoño de 1904, se instaló en París en la casa de su hermano Jacques, en Montmartre.
En la famosa entrevista que Pierre Cabanne hace a Duchamp (1965), a poco de cumplir este los ochenta años, ante la pregunta: «Cuando mira hacia atrás, ¿cuál es su primer motivo de satisfacción?» el artista responde: «En primer lugar, el haber tenido suerte. Porque nunca he trabajado para vivir. Considero que trabajar para vivir es algo ligeramente estúpido desde el punto de vista económico. Espero que llegue el día que se pueda vivir sin tener la obligación de trabajar».
Entre 1887 (año de su nacimiento) y 1968 (año de su muerte), Duchamp fue testigo de invenciones, conflagraciones y cambios de paradigmas que transformaron la manera de entender el mundo para siempre. A modo de ejemplo: en 1905, Sigmund Freud fundó el psicoanálisis; en 1910, Einstein formuló la teoría de la relatividad; en 1928 se emitió en Nueva York el primer filme sonoro; se desarrollaron dos guerras mundiales (de 1914 a 1918 y de 1939 a 1945); en 1929 se derrumbó la Bolsa en Nueva York; en 1933 el nazismo comenzó su sombrío camino. De 1936 a 1939 se produjo uno de los enfrentamientos de mayor crueldad que conoce la historia: la guerra civil española. En 1945 se experimentó con la primera bomba atómica y en 1957 comenzó la gran disputa de la guerra Fría por la conquista del espacio, que culminó en 1962 cuando se activó el primer satélite de comunicaciones Telestar. En 1969 los estadounidenses concretaron la llegada del hombre a la Luna.

Estos son algunos de los hechos que se dieron en una época de gran combustión, donde se trataba de cambiar el estado de las cosas y del espíritu, de manera radical y continua. Un campo fértil para el arte, que interpretó su tiempo con la irrupción de las vanguardias de la modernidad: el cubismo, el surrealismo, el futurismo, el fauvismo, entre otras. Estas produjeron un cambio en la manera de percibir el universo visual. Marcel Duchamp tuvo relaciones intrincadas con algunas de estas tendencias: «Entre 1906 y 1911 oscilé entre diferentes ideas: fauvismo, cubismo, y a veces probando cosas más clásicas. El descubrimiento importante para mí fue Matisse», explica. En 1912 se produjo un hecho radical en el proceso de su obra, presentó Desnudo bajando la escalera en el Salon des Indépendants. La obra representaba, para el autor, «la convergencia de varios intereses: entre ellos, el cine y la separación de las posiciones estáticas de los fotocronogramas de Marey en Francia, y de Muybridge y Eakins en América». El teórico cubista y miembro del comité de selección, Albert Gleizes, les solicitó a los hermanos de Marcel que lo persuadieran para retirar voluntariamente el cuadro. Desde ese momento comenzó a replantearse su relación con la institución arte y su funcionamiento. De ese modo reafirmó la dirección de sus inquietudes: «Mi biblioteca ideal sería una que contuviese todos los escritos de Roussel, de Brisset y tal vez Lautréamont y Mallarmé. He aquí la dirección de la periferia que debería tomar el arte: la expresión intelectual por delante de la expresión animal. Estoy harto de la expresión ‘Tonto como un pintor’».
La otra razón que esgrimió para dejar la pintura para siempre fue su relación con el medio artístico: «El roce diario con los artistas, el hecho de vivir con los artistas, de hablar con artistas, me disgusta profundamente». A partir de ese suceso trazó su camino en solitario y se dedicó a escribir y acopiar objetos que acumulaba descuidadamente en su taller, los cuales se transformarían en sus famosos ready mades. Cuando Pierre Cabanne lo interrogó en la mencionada entrevista, Duchamp comentó: «La palabra ready made no apareció hasta 1917, cuando fui a los Estados Unidos. Me interesó como palabra. Cuando puse una rueda de bicicleta sobre un taburete y la horquilla cabeza abajo, no había en ello una idea de ready made, ni siquiera de cualquier cosa; se trataba, simplemente, de una distracción. Ni siquiera de exposición ni de descripción». Cuando se le preguntó qué determinaba la elección de los objetos, respondió: «Es muy difícil elegir un objeto debido a que, al cabo de quince días, uno acaba apreciándolo o detestándolo; se debe llegar a una especie de indiferencia tal que uno no posea una emoción estética. La elección de los ready made estará siempre basada en la indiferencia así como en la creencia total de buen o mal gusto».
El humor y el azar son dos elementos que tuvieron incidencia en distintos períodos de la trayectoria de este artista que no tuvo prisa de construir una carrera; lo suyo fue más bien un placentero paseo, distante e irónico. Un ejemplo de ello se aprecia cuando pinta un bigote y barba a una reproducción de La Gioconda, broma casi infantil a cuyo respecto confesaba: «No quería que me llamaran artista. Quería aprovechar la posibilidad de ser un individuo, y supongo que lo he logrado, ¿no? Esa posibilidad entraña un desafío: abjurar de la ética del trabajo para simplemente entregarse a la vida y al capricho del azar». Así, tituló el famoso urinario como Fountain ‘fuente’, revirtiendo su función. Escribió, en su Mona Lisa con bigotes, las iniciales L.H.O.O.Q, que pronunciadas rápidamente en francés significan ‘ella tiene calor en el culo’. O la foto de Duchamp con peluca y sombrero de dama, Belle Haleine.

Trabajó en El gran vidrio desde 1915 hasta 1923, año en que la dio por «definitivamente inacabada». En ese período la pieza sufrió una rajadura que Duchamp valoró como un accidente privilegiado: «El azar puro me interesaba como una forma de ir contra la realidad lógica». Esta creación está imbuida por otra de las líneas de interés de Duchamp: la ciencia y la industria. Hacia finales de 1912, su amigo Francis Picabia le consiguió un puesto de bibliotecario en la Bibliothèque Sainte-Geneviève. Allí tomó contacto con las matemáticas y la física, disciplinas que a partir de distintos descubrimientos eran objetos de atención y discusión en los circuitos artísticos e intelectuales. Las nuevas innovaciones en la materia tenían que ver con el radio y la radiactividad, los rayos X y, sobre todo, el electrón y sus leyes.
Estos cambios conceptuales referidos a la ciencia estaban resumidos en la obra del matemático y físico Henri Poincaré, quien sostenía que la física atravesaba un estado de «desmoronamiento general de los principios», y afirmaba que la ciencia atravesaba «un período de duda y de grave crisis». Sostenía que no había teoremas que pudieran considerarse exactos: «la ciencia no puede alcanzar las cosas en sí, sino solamente las relaciones entre las cosas… Fuera de estas relaciones, no existe una realidad cognoscible». Esta frase resume el leit motiv de toda su investigación a partir de 1912. Fernand Léger recuerda que en ese mismo año visitó una exposición de tecnología aeronáutica en compañía de Constantin Brancusi y de Duchamp. En esa oportunidad, este último se dirigió a su colega afirmando: «La pintura ha muerto. ¿Quién podría hacer algo mejor que esta hélice? Dime, ¿serías capaz de hacerlo?» En su estadía en la biblioteca de Sainte-Geneviève estudió los tratados de perspectiva, de geometría y proporciones, conocimientos que aplicó en los diez años siguientes, mientras trabajó en El gran vidrio.
Otra de las vertientes de su obra es el erotismo y la sexualidad, por su potencia de comunicación universal. El historiador de arte Lawrence Steefel decía al respecto: «Para distanciarse de sus propios fantasmas, Duchamp buscaba convertir el pathos en placer y la emoción en pensamiento. El mecanismo de conversión es extraño, pero consiste en inventar un juego de desplazamiento que proyecte los conflictos y destile las emociones en objetos y construcciones de sustitución, sin los cuales no habría podido conservar su equilibrio mental».
Ese talante, que implicaba una falta aparente de trascendencia, coadyuvó a darle a su obra un estado de máxima trasgresión a la luz de los paradigmas y altisonantes rupturas en el campo del arte. Sin embargo, la postura de Duchamp era casi la culminación de una corriente que revirtió el poder del Estado —con respecto al arte— en Francia. La Real Academia de Pintura y Escultura, fundada 1648, tenía el monopolio de la educación de los artistas. El Estado tenía un control total de los estamentos del arte. En el siglo XIX se produjo una rebelión en contra de ese monopolio, que había sido responsable de rechazar reiteradamente a Manet. En 1880, el salón colapsó y la situación de conflicto culminó cuando fueron aceptados siete mil artistas y el Estado transfirió la organización a los propios creadores. Así surgió la Asociación de Artistas Independientes.
Más tarde, ya instalado en Nueva York —adonde emigró escapando a la posibilidad de ser reclutado, situación que se repitió en 1955 para trasladarse esta vez a Buenos Aires, ya que se había nacionalizado ciudadano estadounidense— Duchamp se convirtió en el artista más famoso en los Estados Unidos tras el suceso que se produjo con la presentación de Desnudo bajando la escalera —obra que había sido rechazada en 1912— en la célebre exposición Armory Show, que se llevó a cabo en la armería del 69º Regimiento en Nueva York. Fue una muestra controversial: algunos críticos se mofaron de ella calificándola de «circo» y otros se deslumbraron por el carácter experimental que contradecía el concepto de arte existente en esa época. Luego de su llegada a Estados Unidos, conoció a Louise y Walter Arensberg, quienes fueron sus principales coleccionistas y mecenas; incluso vivió en el mismo edificio que ellos. Pagó el alquiler de su apartamento con El gran vidrio, que finalmente quedó en poder de los Arensberg. A su vez, Duchamp ayudó a sus mecenas a reunir una colección de arte moderno, cuya mayor parte se encuentra actualmente en el Philadelphia Museum of Art.
Durante su estancia en Estados Unidos, el artista francés se convirtió en un astro que desplegaba su embriagador encanto en los circuitos culturales. Así lo describió el escritor Henri Roché: «Pese a su incorregible pesimismo, hacía gala de una ironía deliciosa. Su aire de estar de vuelta de todo, sus elaborados juegos de palabras, su desprecio de todos los valores, incluidos los sentimentales, contribuyeron en gran medida a la curiosidad que despertaba en los demás y a la fascinación que ejercía sobre hombres y mujeres».
En Buenos Aires, el emprendimiento de la Fundación Proa revivió el interés de este controversial artista. Durante todo el 2008 los especialistas duchampianos debatieron sobre este icono que se enfrentó al arte retiniano y, como respuesta, propuso un arte conceptual que se mofó de sus colegas y de su ilustrado entorno. A tal punto que una de las lecturas de su obra la define como una gran humorada. Sin embargo, para otros, es una excepcionalidad que tuvo una inmensa consecuencia posterior. El teórico belga Thierry de Duve —especialista en la obra de Duchamp—, explica la incidencia que tuvo este hito en la historia del arte: «Duchamp instaló el mensaje de que es posible hacer arte con cualquier cosa, aun con un mingitorio, con su correspondiente correlato “cualquiera puede ser un artista”». Fue recién en la década del sesenta que el mundo del arte asimiló su legado. Al decir de Thierry de Duve, y a contrapelo de la impronta de esa época, «nunca fue un utópico; era más un observador cínico que un renovador entusiasta». Esa obra también tuvo su herencia bastarda; la de aquellos que, viviendo en un momento histórico diferente, redujeron su filosofía al mero cinismo del intercambio de bienes. Un ejemplo paradigmático es la actual estrella de arte contemporáneo Damien Hirst, quien, a pesar de todo, también ha modificado algo: la relación del artista con el mercado. Con el advenimiento del siglo XXI, Hirst inauguró el formato artista/operador del mercado.
El arte de cambiar las reglas del mercado
Mucho tiempo transcurrió desde la época en que Duchamp proponía su visión del arte, determinada por algunas constantes que se repiten: los descubrimientos científicos, las invenciones tecnológicas, las guerras y las debacles financieras. Lo nuevo es el fenómeno de la globalización y la consiguiente interdependencia a tiempo real que se origina cuando suceden crisis como la que actualmente estamos padeciendo. Crisis que tuvo su epicentro en la eclosión de la burbuja inmobiliaria —remolcando al abismo hipotecas y créditos en Estados Unidos— y cuya arista novedosa es el papel preponderante que cobró en ella la comunicación. Cualquier ciudadano puede hurgar en todas las bolsas del mundo, minuto a minuto, para estar al tanto de las economías de cualquier parte del planeta. Lo que se repite son los planes de salvataje instrumentados por los distintos Estados y la idea de que los países poderosos pregonen las políticas de libre mercado y la no intervención de sus gobiernos.
Los defensores a ultranza del capitalismo, como Guy Sorman, afirman que «la crisis forma parte del sistema», se basa en «ensayo y error». Esto no significa otra cosa que, cuando las tendencias son positivas, se enriquecen los mismos actores de siempre con un goteo de la prosperidad, que beneficia a los que están sobre la línea de flotación sin que se corrija debidamente la distribución de la riqueza. Cuando se produce ese error —como el que desencadenó esta crisis— se pierden puestos de trabajo, se acrecienta la fragmentación social y se resiente el apoyo a proyectos culturales y educativos. La misma desproporción se produce entre los países periféricos y los países centrales.
Estas disímiles realidades, como siempre, son reflejadas en el arte. En el caso de la literatura, se pueden verificar estas diferencias: mientras los escritores en boga, como Michel Houellebecq, describen a seres egoístas e insatisfechos enfrentados a la nada sin remedio, del otro lado del planeta, escritores como Bolaño y Villorio retratan las heridas sociales de las víctimas de los crímenes del narcotráfico. Mientras artistas plásticos relevantes en Argentina (León Ferrari, Luis Felipe Noé, Adolfo Nigro, Ricardo Longhini, Ana Maldonado) autofinancian la impresión de grandes carpetas tituladas Imágenes urgentes, como respuesta indignada contra el olvido y la injusticia, en la «Europa dormida y resignada» —al decir de Gianni Vattimo— el inefable Damien Hirst envía 223 obras a remate evitando la intermediación de las galerías y obteniendo por esa transacción 200 millones de dólares. De esta forma, el ganador del Premio Turner de 1995 revierte un «acuerdo tácito» que existía en el mundo del arte, por el cual las casas de subastas no podían vender obras de cinco o más años de existencia: la obra reciente era territorio de las galerías. Sotheby’s existe desde el 11 de marzo de 1744 y nunca había vendido una obra nueva de artista vivo directamente al público.
En el pasado existieron artistas que tuvieron en cuenta el mercado del arte, como Picasso, Dalí y Warhol. Los tres —más allá de sus respectivos talentos— se autopromocionaron, fueron provocativos y empresarios de sí mismos con el resultado inherente de alcanzar resultados económicos exorbitantes. En el caso de este alumno de Bellas Artes del Goldsmiths College, el artista salta el mostrador para transformarse en un operador del mercado, revirtiendo tendencias, recomprando su obra para volver a venderla en remates y amasar una fortuna mayor a la de Mick Jagger, Elton John y J. K. Rowling (creadora de la saga Harry Potter), suma estimada en US$ 354.000.000 (aunque fuentes cercanas al artista aseguran que en los últimos tiempos duplicó esa cifra). Uno de sus éxitos es haber vendido la famosa calavera con 8650 brillantes en 100 millones de dólares a un consorcio integrado por él mismo, su manager Frank Dunphy y sus propios galeristas —Larry Gagosian y Jay Jopling—, relación que pasó por alto cuando decidió concretar la riesgosa jugada de mandar a remate obra «fresca».
Esta innovación de las reglas del mercado se realizó en el preciso momento de la caída del Lehman Brothers, hecho que desató la crisis mundial —dato no menor ya que buena parte de los compradores de la obra de Hirst provienen de Wall Street—. Un ejemplo es el caso de Steve Cohen, que pagó 8 millones de dólares por el tiburón embalsamado para luego cederlo al Met neoyorkino. Esta reconocida pieza de Hirst, que contenía 4360 galones de formaldehído —procedimiento que, sin embargo, no evitó que el escualo se pudriera y Damien tuviera que cambiarlo por uno nuevo—, salió de uno de los seis talleres que tiene en el sur de Londres, donde trabajan 120 personas. La obra referida, titulada La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo, aborda un tema recurrente. Como explica Michael Kimmelman —crítico de The New York Times—, «las máquinas conceptuales son un cóctel de muerte, celebridad, sexo y tecnología». Todo ello, sumado a una gran capacidad de autogestión y marketing, ha transformado a Hirst en el artista contemporáneo de mayor cotización mundial.
Con solo 43 años y cultivando una imagen rockera —suele usar el anillo de Keith Richards y los anteojos de Bono—, el caprichoso artista pasó su infancia en un suburbio industrial de Bristol, junto a su madre. No conoció a su padre biológico, y su padre adoptivo lo abandonó cuando tenía 12 años. En la actualidad, la celebridad británica tiene más de treinta propiedades. Él, su mujer y sus tres hijos viven en una granja en Devon, estancia que interrumpe cuando viaja a Londres alojándose en el exclusivo hotel Claridge’s, o cuando se traslada a su otra residencia en México, ya que su mujer Maia Norman adora practicar surf en las olas de Baja California.
Su actual notoriedad se la debe en parte a Charles Saatchi —fundador de la agencia Saatchi & Saatchi— y al ex alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani. El publicista, que tenía entre sus clientes a Margaret Thatcher, empezó a comprar obras compulsivamente hasta que rompieron relaciones en el 2003 y Hirst le compró su propia obra en 15 millones de dólares. La incidencia de Giuliani se produjo cuando lideró una cruzada contra la exposición Sensation, que se desarrollaba en el Brooklyn Museum, defendiendo sus convicciones religiosas; lo que más lo mortificó en la referida ocasión fue el retrato de la Virgen María hecho con heces de elefante, de Chris Ofili.
No es la búsqueda formal lo que distingue a Hirst, ni su temática referida a la muerte, ni su zoológico seccionado, ni las moscas electrocutadas, ni las cabezas putrefactas, ni las calaveras con diamantes. Su éxito radica en comprender las coordenadas que gobiernan al arte; en entender que la representación abrió paso a la exhibición, y que el arte del pensamiento mutó en gestión, marketing, autopromoción y en «el amor al dinero» como él mismo proclama. Naturalmente, es imposible comparar la obra de Duchamp y la dimensión de su ruptura —más allá de las distintas disquisiciones que se puedan hacer de ella— con la obra de Hirst. Es necesario bucear en el concepto de contemporaneidad para desentrañar lo perdurable de lo superfluo. Al decir del filósofo Giorgio Agamben: «La distancia y a la vez la cercanía que definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esa proximidad con el origen, que en ningún punto late con tanta fuerza como en el presente. Esto significa que el contemporáneo no es solo quien, percibiendo la sombra del presente, aprehende su luz invendible; es también quien, dividiendo e interpolando el tiempo, está en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con los otros tiempos, de leer en él de manera inédita la historia, citarla según una necesidad que no proviene en absoluto de su arbitrio, sino de una exigencia que él no puede dejar de responder».
RECUADRO CON FOTO
Acaba de reeditarse el libro de bolsillo Notes, de Marcel Duchamp. Se trata de una recopilación de notas realizada por el artista estadounidense Paul Matisse luego de la muerte del autor, y publicadas en una edición de lujo en tiraje limitado en ocasión de la exposición inaugural del Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou, en marzo de1980. Este libro corresponde a la segunda entrega de los escritos publicados por Editions Flammarion en edición de bolsillo (el primero, originalmente aparecido en 1958, se titula Duchamp du signe). El libro comienza con una introducción a cargo del historiador sueco Pontus Hultén (1924-2006) a la que le siguen los cuatro capítulos que componen el cuerpo de este material: «Inframince», «Le grand verre», «Projets», y «Jeux de mots». (Marcel Duchamp. Notes, París: Editions Flammarion, 2008, 160 pp.)

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