Marcel Duchamp y después
La Fundación Proa de Buenos Aires, realizó durante el pasado noviembre de 2008 el Coloquio Internacional Marcel Duchamp. El hecho ofició de marco para la ampliación del edificio ubicado en la rivera del barrio La Boca; una flamante locación que evoca la tensión entre tradición y modernidad, y contempla los parámetros arquitectónicos previstos para los templos del arte contemporáneo. Amplias y asépticas áreas funcionales al servicio de una ciudad que no deja de deslumbrar por sus contrastes. Estas divergencias se pueden advertir desde las terrazas del complejo, que dan hacia el riachuelo donde luce todo el folclorismo del popular barrio porteño; un espacio multicolor y paseo turístico con toques kitsch. Dialéctica visual de una urbe donde convive la sofisticación del primer mundo con las secuelas sociales de una historia política cruenta. Inequívocamente estamos en Latinoamérica, perspectiva periférica para redimensionar una obra clave como la de Marcel Duchamp, por su carácter transgresor y por las consecuencias que de ella derivaron. Entre otras, cabe señalar la de fundar un camino sobre el cual fue mutando la exigencia de la manualidad por la de un arte del pensamiento. El suceso de la presentación del mingitorio en el salón de París (1917) fue responsabilidad de uno de los hombres más inteligentes que dio el arte del siglo XX; un período marcado por rupturas que respondían a un momento específico de la especie humana: el mundo se sacudía como una coctelera a punto de explotar.
El legado de una obra que se proyecta desde el pasado y que es motivo para interrogarnos sobre la contemporaneidad, revela un correlato de manifestaciones que —respondiendo a las tensiones del momento— se transforman en sucesos hereditarios, como el caso de Damien Hirst; creador de una nueva fórmula: artista/operador del mercado.
Gerardo Mantero
En la sala principal del remozado edificio bonaerense se montó una muestra curada por la historiadora de arte Elena Filipovic —estadounidense de origen belga— que reúne ciento veintitrés piezas de Duchamp: obras sobre papel, objetos, fotografías, proyecciones y documentos. Entre ellas se destaca la reproducción El gran vidrio, perteneciente al Moderna Museet de Estocolmo. También se incluyeron obras de colecciones privadas, del Philadelphia Museum of Art y del patrimonio de la sucesión Duchamp en Francia. La exposición tenía como eje central un coloquio que contó con la presencia de destacados teóricos, artistas y curadores, provenientes en su mayoría de universidades y museos de Estados Unidos y Europa. El título elegido para dicho encuentro fue tomado de una interrogante que se planteó Duchamp: «¿Puede uno hacer una obra que no sea una obra de arte?», cuestionamiento cardinal de un artista que caminó sobre la cornisa hasta apropiarse del abismo que significa darle estatus de obra artística a un mingitorio.
Existen múltiples factores para comenzar a desentrañar su peripecia creadora, una de las bisagras de la historia del arte. Para comenzar, es imposible soslayar lo crucial de la época que le tocó vivir y el contexto privilegiado que le permitió ser un culto e irónico contemplador de su tiempo.
El artista francés nació el 28 de julio de 1887 en Blainville-Crevon, un pequeño pueblo al nordeste de Ruan, en el seno de una familia acomodada que cultivaba el gusto por las artes y el ajedrez, juego que Duchamp practicó a lo largo de toda su vida y que incidió en su obra. Su madre seguramente heredó de su padre, armador de barcos, su afición por la pintura y el grabado. Su marido, un notario de éxito, llegó a ser alcalde de Blainville-Crevon. En este escenario parece natural que algunos de los integrantes de la familia se dedicaran al arte y que contaran con el beneplácito y apoyo familiar. A tal punto que, cuando los hermanos de Marcel dejaron las carreras de medicina y abogacía —Gastón se dedicó a la pintura y adoptó el nombre Jacques Villon, Raymond optó por la escultura y cambió su nombre por el de Duchamp-Villon— para consagrarse al arte, su padre les anticipó parte de su herencia familiar. Esa misma actitud asumió cuando Marcel, en el otoño de 1904, se instaló en París en la casa de su hermano Jacques, en Montmartre.
En la famosa entrevista que Pierre Cabanne hace a Duchamp (1965), a poco de cumplir este los ochenta años, ante la pregunta: «Cuando mira hacia atrás, ¿cuál es su primer motivo de satisfacción?» el artista responde: «En primer lugar, el haber tenido suerte. Porque nunca he trabajado para vivir. Considero que trabajar para vivir es algo ligeramente estúpido desde el punto de vista económico. Espero que llegue el día que se pueda vivir sin tener la obligación de trabajar».
Entre 1887 (año de su nacimiento) y 1968 (año de su muerte), Duchamp fue testigo de invenciones, conflagraciones y cambios de paradigmas que transformaron la manera de entender el mundo para siempre. A modo de ejemplo: en 1905, Sigmund Freud fundó el psicoanálisis; en 1910, Einstein formuló la teoría de la relatividad; en 1928 se emitió en Nueva York el primer filme sonoro; se desarrollaron dos guerras mundiales (de 1914 a 1918 y de 1939 a 1945); en 1929 se derrumbó la Bolsa en Nueva York; en 1933 el nazismo comenzó su sombrío camino. De 1936 a 1939 se produjo uno de los enfrentamientos de mayor crueldad que conoce la historia: la guerra civil española. En 1945 se experimentó con la primera bomba atómica y en 1957 comenzó la gran disputa de la guerra Fría por la conquista del espacio, que culminó en 1962 cuando se activó el primer satélite de comunicaciones Telestar. En 1969 los estadounidenses concretaron la llegada del hombre a la Luna.
Estos son algunos de los hechos que se dieron en una época de gran combustión, donde se trataba de cambiar el estado de las cosas y del espíritu, de manera radical y continua. Un campo fértil para el arte, que interpretó su tiempo con la irrupción de las vanguardias de la modernidad: el cubismo, el surrealismo, el futurismo, el fauvismo, entre otras. Estas produjeron un cambio en la manera de percibir el universo visual. Marcel Duchamp tuvo relaciones intrincadas con algunas de estas tendencias: «Entre 1906 y 1911 oscilé entre diferentes ideas: fauvismo, cubismo, y a veces probando cosas más clásicas. El descubrimiento importante para mí fue Matisse», explica. En 1912 se produjo un hecho radical en el proceso de su obra, presentó Desnudo bajando la escalera en el Salon des Indépendants. La obra representaba, para el autor, «la convergencia de varios intereses: entre ellos, el cine y la separación de las posiciones estáticas de los fotocronogramas de Marey en Francia, y de Muybridge y Eakins en América». El teórico cubista y miembro del comité de selección, Albert Gleizes, les solicitó a los hermanos de Marcel que lo persuadieran para retirar voluntariamente el cuadro. Desde ese momento comenzó a replantearse su relación con la institución arte y su funcionamiento. De ese modo reafirmó la dirección de sus inquietudes: «Mi biblioteca ideal sería una que contuviese todos los escritos de Roussel, de Brisset y tal vez Lautréamont y Mallarmé. He aquí la dirección de la periferia que debería tomar el arte: la expresión intelectual por delante de la expresión animal. Estoy harto de la expresión ‘Tonto como un pintor’».
La otra razón que esgrimió para dejar la pintura para siempre fue su relación con el medio artístico: «El roce diario con los artistas, el hecho de vivir con los artistas, de hablar con artistas, me disgusta profundamente». A partir de ese suceso trazó su camino en solitario y se dedicó a escribir y acopiar objetos que acumulaba descuidadamente en su taller, los cuales se transformarían en sus famosos ready mades. Cuando Pierre Cabanne lo interrogó en la mencionada entrevista, Duchamp comentó: «La palabra ready made no apareció hasta 1917, cuando fui a los Estados Unidos. Me interesó como palabra. Cuando puse una rueda de bicicleta sobre un taburete y la horquilla cabeza abajo, no había en ello una idea de ready made, ni siquiera de cualquier cosa; se trataba, simplemente, de una distracción. Ni siquiera de exposición ni de descripción». Cuando se le preguntó qué determinaba la elección de los objetos, respondió: «Es muy difícil elegir un objeto debido a que, al cabo de quince días, uno acaba apreciándolo o detestándolo; se debe llegar a una especie de indiferencia tal que uno no posea una emoción estética. La elección de los ready made estará siempre basada en la indiferencia así como en la creencia total de buen o mal gusto».
El humor y el azar son dos elementos que tuvieron incidencia en distintos períodos de la trayectoria de este artista que no tuvo prisa de construir una carrera; lo suyo fue más bien un placentero paseo, distante e irónico. Un ejemplo de ello se aprecia cuando pinta un bigote y barba a una reproducción de La Gioconda, broma casi infantil a cuyo respecto confesaba: «No quería que me llamaran artista. Quería aprovechar la posibilidad de ser un individuo, y supongo que lo he logrado, ¿no? Esa posibilidad entraña un desafío: abjurar de la ética del trabajo para simplemente entregarse a la vida y al capricho del azar». Así, tituló el famoso urinario como Fountain ‘fuente’, revirtiendo su función. Escribió, en su Mona Lisa con bigotes, las iniciales L.H.O.O.Q, que pronunciadas rápidamente en francés significan ‘ella tiene calor en el culo’. O la foto de Duchamp con peluca y sombrero de dama, Belle Haleine.
Trabajó en El gran vidrio desde 1915 hasta 1923, año en que la dio por «definitivamente inacabada». En ese período la pieza sufrió una rajadura que Duchamp valoró como un accidente privilegiado: «El azar puro me interesaba como una forma de ir contra la realidad lógica». Esta creación está imbuida por otra de las líneas de interés de Duchamp: la ciencia y la industria. Hacia finales de 1912, su amigo Francis Picabia le consiguió un puesto de bibliotecario en la Bibliothèque Sainte-Geneviève. Allí tomó contacto con las matemáticas y la física, disciplinas que a partir de distintos descubrimientos eran objetos de atención y discusión en los circuitos artísticos e intelectuales. Las nuevas innovaciones en la materia tenían que ver con el radio y la radiactividad, los rayos X y, sobre todo, el electrón y sus leyes.
Estos cambios conceptuales referidos a la ciencia estaban resumidos en la obra del matemático y físico Henri Poincaré, quien sostenía que la física atravesaba un estado de «desmoronamiento general de los principios», y afirmaba que la ciencia atravesaba «un período de duda y de grave crisis». Sostenía que no había teoremas que pudieran considerarse exactos: «la ciencia no puede alcanzar las cosas en sí, sino solamente las relaciones entre las cosas… Fuera de estas relaciones, no existe una realidad cognoscible». Esta frase resume el leit motiv de toda su investigación a partir de 1912. Fernand Léger recuerda que en ese mismo año visitó una exposición de tecnología aeronáutica en compañía de Constantin Brancusi y de Duchamp. En esa oportunidad, este último se dirigió a su colega afirmando: «La pintura ha muerto. ¿Quién podría hacer algo mejor que esta hélice? Dime, ¿serías capaz de hacerlo?» En su estadía en la biblioteca de Sainte-Geneviève estudió los tratados de perspectiva, de geometría y proporciones, conocimientos que aplicó en los diez años siguientes, mientras trabajó en El gran vidrio.
Otra de las vertientes de su obra es el erotismo y la sexualidad, por su potencia de comunicación universal. El historiador de arte Lawrence Steefel decía al respecto: «Para distanciarse de sus propios fantasmas, Duchamp buscaba convertir el pathos en placer y la emoción en pensamiento. El mecanismo de conversión es extraño, pero consiste en inventar un juego de desplazamiento que proyecte los conflictos y destile las emociones en objetos y construcciones de sustitución, sin los cuales no habría podido conservar su equilibrio mental».
Ese talante, que implicaba una falta aparente de trascendencia, coadyuvó a darle a su obra un estado de máxima trasgresión a la luz de los paradigmas y altisonantes rupturas en el campo del arte. Sin embargo, la postura de Duchamp era casi la culminación de una corriente que revirtió el poder del Estado —con respecto al arte— en Francia. La Real Academia de Pintura y Escultura, fundada 1648, tenía el monopolio de la educación de los artistas. El Estado tenía un control total de los estamentos del arte. En el siglo XIX se produjo una rebelión en contra de ese monopolio, que había sido responsable de rechazar reiteradamente a Manet. En 1880, el salón colapsó y la situación de conflicto culminó cuando fueron aceptados siete mil artistas y el Estado transfirió la organización a los propios creadores. Así surgió la Asociación de Artistas Independientes.
Más tarde, ya instalado en Nueva York —adonde emigró escapando a la posibilidad de ser reclutado, situación que se repitió en 1955 para trasladarse esta vez a Buenos Aires, ya que se había nacionalizado ciudadano estadounidense— Duchamp se convirtió en el artista más famoso en los Estados Unidos tras el suceso que se produjo con la presentación de Desnudo bajando la escalera —obra que había sido rechazada en 1912— en la célebre exposición Armory Show, que se llevó a cabo en la armería del 69º Regimiento en Nueva York. Fue una muestra controversial: algunos críticos se mofaron de ella calificándola de «circo» y otros se deslumbraron por el carácter experimental que contradecía el concepto de arte existente en esa época. Luego de su llegada a Estados Unidos, conoció a Louise y Walter Arensberg, quienes fueron sus principales coleccionistas y mecenas; incluso vivió en el mismo edificio que ellos. Pagó el alquiler de su apartamento con El gran vidrio, que finalmente quedó en poder de los Arensberg. A su vez, Duchamp ayudó a sus mecenas a reunir una colección de arte moderno, cuya mayor parte se encuentra actualmente en el Philadelphia Museum of Art.
Durante su estancia en Estados Unidos, el artista francés se convirtió en un astro que desplegaba su embriagador encanto en los circuitos culturales. Así lo describió el escritor Henri Roché: «Pese a su incorregible pesimismo, hacía gala de una ironía deliciosa. Su aire de estar de vuelta de todo, sus elaborados juegos de palabras, su desprecio de todos los valores, incluidos los sentimentales, contribuyeron en gran medida a la curiosidad que despertaba en los demás y a la fascinación que ejercía sobre hombres y mujeres».
En Buenos Aires, el emprendimiento de la Fundación Proa revivió el interés de este controversial artista. Durante todo el 2008 los especialistas duchampianos debatieron sobre este icono que se enfrentó al arte retiniano y, como respuesta, propuso un arte conceptual que se mofó de sus colegas y de su ilustrado entorno. A tal punto que una de las lecturas de su obra la define como una gran humorada. Sin embargo, para otros, es una excepcionalidad que tuvo una inmensa consecuencia posterior. El teórico belga Thierry de Duve —especialista en la obra de Duchamp—, explica la incidencia que tuvo este hito en la historia del arte: «Duchamp instaló el mensaje de que es posible hacer arte con cualquier cosa, aun con un mingitorio, con su correspondiente correlato “cualquiera puede ser un artista”». Fue recién en la década del sesenta que el mundo del arte asimiló su legado. Al decir de Thierry de Duve, y a contrapelo de la impronta de esa época, «nunca fue un utópico; era más un observador cínico que un renovador entusiasta». Esa obra también tuvo su herencia bastarda; la de aquellos que, viviendo en un momento histórico diferente, redujeron su filosofía al mero cinismo del intercambio de bienes. Un ejemplo paradigmático es la actual estrella de arte contemporáneo Damien Hirst, quien, a pesar de todo, también ha modificado algo: la relación del artista con el mercado. Con el advenimiento del siglo XXI, Hirst inauguró el formato artista/operador del mercado.
El arte de cambiar las reglas del mercado
Mucho tiempo transcurrió desde la época en que Duchamp proponía su visión del arte, determinada por algunas constantes que se repiten: los descubrimientos científicos, las invenciones tecnológicas, las guerras y las debacles financieras. Lo nuevo es el fenómeno de la globalización y la consiguiente interdependencia a tiempo real que se origina cuando suceden crisis como la que actualmente estamos padeciendo. Crisis que tuvo su epicentro en la eclosión de la burbuja inmobiliaria —remolcando al abismo hipotecas y créditos en Estados Unidos— y cuya arista novedosa es el papel preponderante que cobró en ella la comunicación. Cualquier ciudadano puede hurgar en todas las bolsas del mundo, minuto a minuto, para estar al tanto de las economías de cualquier parte del planeta. Lo que se repite son los planes de salvataje instrumentados por los distintos Estados y la idea de que los países poderosos pregonen las políticas de libre mercado y la no intervención de sus gobiernos.
Los defensores a ultranza del capitalismo, como Guy Sorman, afirman que «la crisis forma parte del sistema», se basa en «ensayo y error». Esto no significa otra cosa que, cuando las tendencias son positivas, se enriquecen los mismos actores de siempre con un goteo de la prosperidad, que beneficia a los que están sobre la línea de flotación sin que se corrija debidamente la distribución de la riqueza. Cuando se produce ese error —como el que desencadenó esta crisis— se pierden puestos de trabajo, se acrecienta la fragmentación social y se resiente el apoyo a proyectos culturales y educativos. La misma desproporción se produce entre los países periféricos y los países centrales.
Estas disímiles realidades, como siempre, son reflejadas en el arte. En el caso de la literatura, se pueden verificar estas diferencias: mientras los escritores en boga, como Michel Houellebecq, describen a seres egoístas e insatisfechos enfrentados a la nada sin remedio, del otro lado del planeta, escritores como Bolaño y Villorio retratan las heridas sociales de las víctimas de los crímenes del narcotráfico. Mientras artistas plásticos relevantes en Argentina (León Ferrari, Luis Felipe Noé, Adolfo Nigro, Ricardo Longhini, Ana Maldonado) autofinancian la impresión de grandes carpetas tituladas Imágenes urgentes, como respuesta indignada contra el olvido y la injusticia, en la «Europa dormida y resignada» —al decir de Gianni Vattimo— el inefable Damien Hirst envía 223 obras a remate evitando la intermediación de las galerías y obteniendo por esa transacción 200 millones de dólares. De esta forma, el ganador del Premio Turner de 1995 revierte un «acuerdo tácito» que existía en el mundo del arte, por el cual las casas de subastas no podían vender obras de cinco o más años de existencia: la obra reciente era territorio de las galerías. Sotheby’s existe desde el 11 de marzo de 1744 y nunca había vendido una obra nueva de artista vivo directamente al público.
En el pasado existieron artistas que tuvieron en cuenta el mercado del arte, como Picasso, Dalí y Warhol. Los tres —más allá de sus respectivos talentos— se autopromocionaron, fueron provocativos y empresarios de sí mismos con el resultado inherente de alcanzar resultados económicos exorbitantes. En el caso de este alumno de Bellas Artes del Goldsmiths College, el artista salta el mostrador para transformarse en un operador del mercado, revirtiendo tendencias, recomprando su obra para volver a venderla en remates y amasar una fortuna mayor a la de Mick Jagger, Elton John y J. K. Rowling (creadora de la saga Harry Potter), suma estimada en US$ 354.000.000 (aunque fuentes cercanas al artista aseguran que en los últimos tiempos duplicó esa cifra). Uno de sus éxitos es haber vendido la famosa calavera con 8650 brillantes en 100 millones de dólares a un consorcio integrado por él mismo, su manager Frank Dunphy y sus propios galeristas —Larry Gagosian y Jay Jopling—, relación que pasó por alto cuando decidió concretar la riesgosa jugada de mandar a remate obra «fresca».
Esta innovación de las reglas del mercado se realizó en el preciso momento de la caída del Lehman Brothers, hecho que desató la crisis mundial —dato no menor ya que buena parte de los compradores de la obra de Hirst provienen de Wall Street—. Un ejemplo es el caso de Steve Cohen, que pagó 8 millones de dólares por el tiburón embalsamado para luego cederlo al Met neoyorkino. Esta reconocida pieza de Hirst, que contenía 4360 galones de formaldehído —procedimiento que, sin embargo, no evitó que el escualo se pudriera y Damien tuviera que cambiarlo por uno nuevo—, salió de uno de los seis talleres que tiene en el sur de Londres, donde trabajan 120 personas. La obra referida, titulada La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo, aborda un tema recurrente. Como explica Michael Kimmelman —crítico de The New York Times—, «las máquinas conceptuales son un cóctel de muerte, celebridad, sexo y tecnología». Todo ello, sumado a una gran capacidad de autogestión y marketing, ha transformado a Hirst en el artista contemporáneo de mayor cotización mundial.
Con solo 43 años y cultivando una imagen rockera —suele usar el anillo de Keith Richards y los anteojos de Bono—, el caprichoso artista pasó su infancia en un suburbio industrial de Bristol, junto a su madre. No conoció a su padre biológico, y su padre adoptivo lo abandonó cuando tenía 12 años. En la actualidad, la celebridad británica tiene más de treinta propiedades. Él, su mujer y sus tres hijos viven en una granja en Devon, estancia que interrumpe cuando viaja a Londres alojándose en el exclusivo hotel Claridge’s, o cuando se traslada a su otra residencia en México, ya que su mujer Maia Norman adora practicar surf en las olas de Baja California.
Su actual notoriedad se la debe en parte a Charles Saatchi —fundador de la agencia Saatchi & Saatchi— y al ex alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani. El publicista, que tenía entre sus clientes a Margaret Thatcher, empezó a comprar obras compulsivamente hasta que rompieron relaciones en el 2003 y Hirst le compró su propia obra en 15 millones de dólares. La incidencia de Giuliani se produjo cuando lideró una cruzada contra la exposición Sensation, que se desarrollaba en el Brooklyn Museum, defendiendo sus convicciones religiosas; lo que más lo mortificó en la referida ocasión fue el retrato de la Virgen María hecho con heces de elefante, de Chris Ofili.
No es la búsqueda formal lo que distingue a Hirst, ni su temática referida a la muerte, ni su zoológico seccionado, ni las moscas electrocutadas, ni las cabezas putrefactas, ni las calaveras con diamantes. Su éxito radica en comprender las coordenadas que gobiernan al arte; en entender que la representación abrió paso a la exhibición, y que el arte del pensamiento mutó en gestión, marketing, autopromoción y en «el amor al dinero» como él mismo proclama. Naturalmente, es imposible comparar la obra de Duchamp y la dimensión de su ruptura —más allá de las distintas disquisiciones que se puedan hacer de ella— con la obra de Hirst. Es necesario bucear en el concepto de contemporaneidad para desentrañar lo perdurable de lo superfluo. Al decir del filósofo Giorgio Agamben: «La distancia y a la vez la cercanía que definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esa proximidad con el origen, que en ningún punto late con tanta fuerza como en el presente. Esto significa que el contemporáneo no es solo quien, percibiendo la sombra del presente, aprehende su luz invendible; es también quien, dividiendo e interpolando el tiempo, está en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con los otros tiempos, de leer en él de manera inédita la historia, citarla según una necesidad que no proviene en absoluto de su arbitrio, sino de una exigencia que él no puede dejar de responder».
RECUADRO CON FOTO
Acaba de reeditarse el libro de bolsillo Notes, de Marcel Duchamp. Se trata de una recopilación de notas realizada por el artista estadounidense Paul Matisse luego de la muerte del autor, y publicadas en una edición de lujo en tiraje limitado en ocasión de la exposición inaugural del Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou, en marzo de1980. Este libro corresponde a la segunda entrega de los escritos publicados por Editions Flammarion en edición de bolsillo (el primero, originalmente aparecido en 1958, se titula Duchamp du signe). El libro comienza con una introducción a cargo del historiador sueco Pontus Hultén (1924-2006) a la que le siguen los cuatro capítulos que componen el cuerpo de este material: «Inframince», «Le grand verre», «Projets», y «Jeux de mots». (Marcel Duchamp. Notes, París: Editions Flammarion, 2008, 160 pp.)