La perplejidad que produce la realidad nos obliga a replantearnos desde dónde tiene que partir el necesario análisis. Son más las preguntas que las respuestas, en un escenario agridulce en el cual cuando se logran avances, estos conviven con situaciones incambiadas en el tiempo y por tanto agravadas por la inacción.
El arte como siempre remite a su tiempo, y los artistas y los intelectuales parecen desconcertados ante la avalancha tecnológica, los desafíos de interpretación de una realidad gelatinosa y gélida que los interpela sin las certezas del pasado. El acto de reflexionar es más que nunca necesario, ya sea como simple gesto de resistencia, o como un intento de construcción de parámetros que reubiquen al sujeto como el centro de acción, en un momento del mundo, al decir de Franco Berardi, «dominado por la patología».
Lo que sigue es un especie de collage de opiniones de pensadores, gestores y filósofos que, enfrentados a las problemáticas de hoy, ensayan y construyen pensamiento con el más loable de los propósitos: el de entender a sus semejantes.

Gerardo Mantero

El arte es la más fabulosa historia de la sensibilidad humana. Dicho de otra forma, se puede hacer una lectura de la historia de la humanidad desde la óptica del arte, que en muchos casos arroja una mirada exploradora sobre la condición humana, echando luz a episodios y etapas cruciales de la historia. Se editó recientemente, por Ediciones Banda Oriental, una novela titulada Setembrada, del escritor argentino Eduardo Belgrano Rawson. Esta se sitúa en la guerra que determinó el trágico destino de Paraguay: la guerra de la Triple Alianza. Al respecto del papel del arte decía su autor: «Creo que la narrativa te da una especie de poética instintiva para llegar a bordear terrenos con los que la historia no se encuentra fácilmente. Digamos que la poética recorre caminos que son mucho más elocuentes y demostrativos para saber del espíritu de lo que pasó, que seis tomos de un manual de historia».
Jacques Rancière es profesor emérito de Estética y Política de la Universidad de París VII, y a propósito de su especialidad reflexionaba: «No es posible pensar el arte por fuera de la política ni mucho menos eliminar del nivel político sus aspectos estéticos. Pero esto no quiere decir que una de las instancias se subordine a la otra. En el caso de la literatura, su emergencia como campo específico es indisociable de ciertas ideas políticas que no tienen por qué reflejarse mecánicamente en lo escrito».

Estos dos parámetros —la política y el arte— son las variables a considerar para interpretar los desafíos que plantea la contemporaneidad. Esta intrincada relación es la clave para entender un proceso histórico que desemboca en la realidad de un arte que tiene su validez en reflejar un escenario árido, un páramo donde impera la nada.
Toni Puig es especialista en gestión cultural y uno de los creadores de la nueva imagen de Barcelona. Analizando la crisis actual en su país decía: «Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo en los ochenta, se apostó al comercio de la cultura. Esto se acabó, es el fin del espectáculo, al menos con el dinero público. Yo le doy la bienvenida a la crisis porque obliga a replantear cosas: la abundancia en un viva el espectáculo, el artista más caro, etcétera. Hoy el Guggenheim, y todos los museos del espectáculo, atraviesan una crisis increíble porque no plantean preguntas ni trazan respuestas. Hay una generación de políticos y gestores culturales que apostaron a lo más: lo más grande, lo más novedoso; que están para el geriátrico». Puig luego arremete contra los artistas: «A los artistas les ha importado un carajo la crisis económica y las desigualdades sociales. Solo se hacen fotos en las catástrofes para darse corte, convirtiendo los derechos humanos en una farsa. Ojo, yo amo a los artistas, pero siento que ahora no plantean los temas que preocupan al mundo de hoy. No importa cómo, que lo hagan en abstracto, en realista, en metafísico, pero que lo hagan».
¿Y cuáles serían esos temas? ¿Cuál es el papel que tiene la labor intelectual en la actualidad? El de creador de lenguajes que necesariamente van a ser lecturas de una realidad que lo largan al ruedo tratando de patinar en un lodazar. Ya no existen los grandes relatos para recostarse en ellos ni para legitimar a la especulación intelectual.

Carlos Altamirano es un académico argentino que el año pasado publicó una treintena de ensayos. Estos integran el segundo tomo de Historia de los intelectuales en América Latina. Allí explica: «Las competencias intelectuales se han hecho también más especializadas y hoy difícilmente alguien pueda tomar la palabra y producir la credibilidad que le permita hablar de todo. La idea del intelectual total no tiene el crédito que tenía. El todólogo no es bien visto por los otros intelectuales. Lo que hoy se llama ‘intelectual público’ ya no se reclama como alguien que habla en nombre de un partido, que habla en nombre del pueblo o se instituye en la representación de la clase obrera. Simplemente no sería creído si tomara la palabra».
La gran influencia de los medios de comunicación y el vertiginoso proceso tecnológico derivan en nuevas formas de interacción como Facebook o Twitter, que son utilizadas para establecer relaciones a menudo superfluas, o también como herramientas de denuncia o de incitación a una revuelta popular como lo fue en Egipto y Túnez.
«La mass media modifica el medio. El intelectual es un hombre de la grafoesfera», señala Régis Debray. Cuando aparece la bioesfera, cambia el medio que ha sido por excelencia de producción y circulación. Toda la realidad tanto política como cultural está hoy mediatizada. Esto es parte de lo real y por tanto el intelectual se ve desafiado por esa esfera. En este sentido, el mundo de los medios de comunicación se ha convertido también en un mundo para el debate intelectual, aunque el tiempo del intelectual es más lento que el de los medios. Le preguntaron a Régis Debray si podía definir en dos minutos qué es la mediología. A ello respondió que no podía contestar en dos minutos lo que le llevó dos años pensar y elaborar: «Esta es la gran cuestión con la que se enfrenta hoy el intelectual: cómo escapar al cliché y a la simplificación de la réplica rápida que proponen los medios. No sé si vamos a poder seguir hablando del intelectual, en el sentido de la figura que procede más del siglo XIX y que prosigue en el XX. Tal vez el conjunto de conceptos del cual la noción de intelectual ha surgido cambie y posiblemente tendremos que llamarlo de otro modo».
Según Foucault, el intelectual de izquierda se considera a sí mismo la conciencia del mundo, integrante de una élite apoyada en cierta elevación moral autoatribuida, que en el escenario actual se transforma en un navegante sin rumbo, ya que las líneas del horizonte y las orillas donde llegar se mueven intermitentemente y nublan la visión. ¿Desde dónde se parte? ¿Desde la certeza debilitada, desde la contemplación narcisista, desde la idea de cierta restauración? Siguiendo con el pensamiento de los filósofos, Sandino Núñez dice: «Yo creo que cierto delirio mesiánico es imprescindible para crear una sociedad pacífica». Luego reflexiona sobre el papel de la política: «La política es aquello que tiene que bajar el poder de los dioses a los mortales. Discúlpeme la expresión, parezco un iluminado. Es decir, abajo, en la ciudad de los hombres, la vida del cuerpo social se llena cada vez más de reglas y esas reglas son cada vez más testeadas; son disciplinas, son rituales, son ceremonias: la ceremonia de la cuchillada en la puerta del estadio, la ceremonia de cargarse una mina, la de tener una página de Facebook, la de ser adicto, la fusión de los objetos maravillosos sin la menor distancia. Ese vértigo helado es la democracia de hoy, sin la menor capacidad de dramatizar lo que pasa; no hay ninguna llorona que se tire de los pelos. A diferencia de algo como una ley, que es lo que organiza ese bolonqui».
Se está creando una necesidad de reaprender a leer una realidad signada por la perplejidad que nos produce el «vértigo helado», traducido en la violencia dentro de una cancha de fútbol, en la influencia de los medios y en la incapacidad del gobierno y del resto de los partidos políticos de instrumentar un ley que coloque al Estado en su rol verdadero de administrador de las ondas de patrimonio universal. Es notoria la ausencia de proyectos en lo referido a educación y cultura en nuestro país, en un momento de prosperidad económica y con mayoría oficialista en las cámaras. En un reciente reportaje a Óscar Botinelli en el semanario Brecha, el politólogo expresó: «La educación es un tema clave, central para la izquierda, y la noticia de esta semana es que el Frente Amplio se va a poner a pensar qué hacer. La izquierda hace décadas se considera vocera del sistema educativo y pasó todo un período de gobierno discutiendo cómo se organiza la enseñanza y recién ahora se va a poner a ver qué hacer. Ese es un mensaje desilusionante para la gente. Porque una cosa es que no me salga lo que estoy haciendo, pero otra cosa es que todavía no sepa qué hacer».
Seguramente de este complejo entramado de problemáticas hay que extraer las claves para entender un escenario móvil que por momentos no muestra su cara sofisticada, y que paralelamente no puede ocultar una situación de descomposición.
Tal vez la génesis de lo sucedido en el Salón Nacional —más allá de los errores puntuales, tanto de forma como de gestión— tenga que ver con esta realidad que nos sacude y que nos puede hipnotizar dejándonos inmóviles ante la caja boba.